lunes, 3 de octubre de 2011

Fraternidad


Un montón de paralelos nos separan pero nos unen skype y tres décadas de historia compartida. Sobre todo la infancia y sobre todo la noche, cuando respirábamos el mismo aire en nuestro cuarto con vista al frente y cortinas de paisajes en azul y verde, y charlábamos vaya uno a saber de qué desde nuestras camitas separadas por un cajón de juguetes con sus autos y su gata blanca y mis muñecas y patines. 

En nuestras respectivas trasnoches somos los hermanitos desvelados que juegan a organizar la familia. Uno relata, el otro escucha, el que escuchaba propone una hipótesis y el que contaba la completa. Después cambian los roles, es el juego de la silla, los dos somos inquietos como para anquilosarnos en posiciones obvias y además sorprendernos mutuamente nos motiva. Ahora es él, el que está afuera, el que obtuvo información directa en otra prueba de que la presencia y los kilómetros recorren carriles diferentes. Y la cuenta, y juntos le damos vueltas y nos alegramos como chicos si llegamos a una conclusión superadora. En la menos competitiva de las relaciones, celebramos la lucidez ajena y nos complacemos con los códigos compartidos.

Así vamos avanzando sobre el temario y les ponemos un tic a las cosas ya discutidas: Mamá, Papá, nuestros medio hermanos, la quinta, se van convirtiendo en temas resueltos. Al menos por un rato.

Santiago se despereza, fue una máquina todo el día, pensó en inglés y ahora, desde la barra de su cocina última generación, apura en criollo una taza de algún té sanísimo. Yo no estoy menos cansada pero siempre tengo resto para otra ronda, y me acompaña mi mate, desteñido pero fiel.

En la pantalla chiquita de mi computadora veo lo que ve él en la grande, y me pregunto qué pensamientos le desata la imagen de esta hermana mayor, de su escenario doméstico –un osito tirado, las mochilas del día siguiente, el desorden que sé que detesta y que no hice a tiempo a alejar de su campo visual-. Es la vida real que se cuela en la pantalla como lo hace su escenario de soltero, sus sillas de autor y, en un ángulo, su terraza bajo el cielo neoyorkino. 

Ya es muy tarde, recorrimos casi todos los asuntos, nos perdimos en un par de digresiones, nos reímos de un chiste incomprensible para cualquier otro, él vuelve a bostezar y a desperezarse y yo sé que llegó el fin de fiesta.

Chau nena, cuidate. Bye Santi, descansá, nos estamos viendo –nos despedimos cruzando idiomas en la última señal de empatía de la noche mientras las pantallas se esfuman y la sesión se cierra.

Buenos Aires y Brooklyn quedan a un baúl de juguetes de distancia.

Sol 

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