miércoles, 23 de noviembre de 2011

garabatos

Y yo no sé porque escribo. Cuando escribo. Creo que es por oleadas. Cada ola única y caprichosa y dependiendo de todas esas variables atmosféricas. Tuve un abuelo que sabía contar. Coco. Contaba los mejores cuentos inventados. Tic-tic-toc era su mejor personaje. No es gracioso que justo Coco haya sido el primer TOC (trastorno obsesivo compulsivo) que conocí  y que se bañaba 6 veces por dia y tenía que alinear los libros y las botellas y vasos de la mesa de mayor a menor como si fueran soldaditos.Tic-tic-toc, que nombre no? Supongo que sería la época de Rin-tin-tin. La cosa es que Tic-tic-toc era un detective con una lógica socrática que siempre se las ingeniaba para impartir justicia y encontrar al malvado lobo feroz. Yo , cada vez que entraba al baño , me aseguraba que el lobo feroz no estuviera agazapado atrás de la cortina . Nunca lo encontré, pero hubo veces en que se me escapo por poquito. Supongo que por Coco escribo, cuando puedo. Tenía una forma de engarzar las palabras que para mí no era tan importante que decía, sino que yo me quedaba enredada en cómo o para que lo decía . Un humor de entendernos con el rabillo del ojo.

fa

viernes, 4 de noviembre de 2011

Paternidad al palo



Hubo un momento
en que él la empezó a mirar
como un vientre andante.

Le rodeaba la cintura 
con sus manos
cariñoso le medía 
el canal de parto.



(m)

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Conste que


mentiría si dijera que escribo por necesidad.  Me gustaría que así fuera, pero no, no me pasa. Si así fuera me entregaría como un condenado a la horca. A escribir y san se acabó. Pero no, no me pasa. Yo elijo escribir y eso hace que en cualquier momento deje de hacerlo, tal vez para siempre. Bastaría con apretar el botón rojo y adiós. Creo que ni siquiera me lo reprocharía. Si escribo es porque intento encontrar un canal y no estoy segura de que sea este. La pintura pudo haber sido, pero no lo soporté.  Me quemaba.  De todos modos, cada tanto saco los pinceles, armo el rancherío, y una vez más compruebo que sufro. No entiendo por qué sigo insistiendo. A los diecinueve años cobré mi primer sueldo y empecé con modelo vivo. En realidad el primer día caí sin saber de qué se trataba y me llevó dos años darme cuenta que no me interesaba tocar esa nota. Sin embargo había algo en ese círculo de atriles alrededor del cuerpo desnudo que me fascinaba. Las modelos cambiaban todas las semanas pero había una, Luciana  se llamaba, que venía bastante seguido y en su espalda siempre pasaban cosas. Había otra que tenía los pezones muy puntiagudos, casi filosos. Dolía de solo mirarla y en invierno la cosa se ponía peor. La mayoría eran bailarinas y a una, me acuerdo, fui a verla al San Martín. En esa época yo vivía en un cuartito que le alquilaba a una señora en Recoleta, sobre la Plaza Vicente López.  Laburaba hasta las tres de la tarde, iba a la facultad y algunas noches retocaba los bocetos que colgaban en las paredes de mi cuarto. Cuando me fui tuve que pintar de blanco las cuatro paredes. La motricidad fina no era lo mío y era evidente que necesitaba moverme en espacios menos contenidos. Llegó el verano y me mudé a la casa de mis viejos, sólo por dos meses. Había decidido dejar de pintar figuras humanas pero así y todo ese enero mi vieja me hizo de modelo vivo. De esas sesiones me guardé un par, no porque valieran la pena sino por amor a la anécdota. El resto fue a parar a la basura. Mi vieja nunca vio nada porque las dos estábamos de acuerdo: ella,  tal vez por pudor propio, no quería verse y yo no tenía ganas de explicarle que eso era lo mejor que había podido hacer con ella. Después tuve varios maestros, conocí algunos “ismos” y, entre ellos,  lo que algunos llaman la neo-figuración o el expresionismo abstracto. Francis Bacon y compañía. Grandes hijos de puta, todavía me queman. Creía asimilarlos mientras seguía pintando una mierda tras otra. No sé qué era más frustrante, si aprender lo nuevo o desaprender lo poco que hasta ese momento había ido tomando de acá y de allá. Pinté sola un tiempo hasta que me lo topé a Lyssi en un barrilete de alto vuelo por la ciudad. A pesar de nuestra diferencia de edad -y de talentos- terminó siendo un gran amigo. Una de esas personas fundamentales que uno quisiera tener siempre cerca. Empecé a ir cada vez más seguido a su taller sobre la calle San Juan. Me sentaba en el piso mientras él, de espaldas, liquidaba un lienzo del tamaño de una pared. Pocas veces hablábamos de arte. Él no quería enseñarme nada, hacía rato que había dejado de dar clases pero debo decir que, entre otras cosas, a él le debo mis intentos con las texturas, el rechazo del color y los experimentos con materiales crudos. Lyssi hacía que los materiales hablaran y eso para mí era la revolución, pero la verdad es que yo ni siquiera era capaz de robar como se debe. Al poco tiempo me contrató para que dos veces a la semana fuera a lavarle los pinceles en una bacha que tenía al lado de la ventana. Debía darle pena, o tal vez disfrutaba al igual que yo de nuestras conversaciones. Como sea, a eso de las siete de la tarde largaba los trapos y bajaba a comprar una cerveza. La charla seguía al menos una hora más, el tiempo que me llevaba diluir los cascotes de pintura entre las cerdas. Cuando se tenía que ir de viaje, a veces me dejaba las llaves. Lyssi era un tipo austero, había tenido guita y se la había comido, pero igual muy pocas veces lo escuché quejarse. “Para que sepas”, me dijo un día medio furioso, “pinto porque no me queda otra que pintar, estoy jugado, no puedo hacer otra cosa”. Si era una pose no lo sé, de lo que estoy segura es que él detestaba las máscaras y eso era lo que me gustaba de nuestras charlas en San Juan. Lyssi me exigía, ante todo, poner mi real sobre la mesa y él también hacía su apuesta. Pero a diferencia de él, hoy sé que puedo no pintar. Puedo no escribir. Puedo dejar de hacer muchas de las cosas que hago. Sí, ¡Aleluya, soy libre!, sin embargo ¿quién dijo que elegir no es también doloroso? A veces me gustaría estar condenada a lo inevitable y dejar de mirar con recelo a todos los que no les queda otra que ser lo que son. Ahora bien, mis queridos compañeros de blog, con la escritura conste que solo me basta con apretar el botón.

M.C.C.