lunes, 1 de julio de 2013

1.


Nadie que vea cómo oscuro el sotobosque
algo allá arriba rechina y apretado cruje
cuando el techo de la selva se pica
y por el poro en picada entra
cuerpo sin masa no existe nadie que vea
este instante cómo atraviesa
sosteniéndose cómo aguanta el día
nada sin germinar sobre mi palma abierta. 

Temporal de enero



Sobre la planchura del río
hace rato que las nubes
no paran quietas.

Ladeadas por el viento
las palmeras se sacuden
como persianas cerradas
como abanicos abiertos,
sobre el techo de la selva
se sacuden y no paran
no paran quietas.

Con los primeras manchas
sobre la tierra oxidada
entre las sogas del tender
sus manos no paran quietas.
Sobre la ropa
sobre la tierra lavada
caen y no paran,
no paran, no paran quietas. 

Ya abajo ya del agua
la gurisada salvajea
y mismo hasta el grito
descalzas no paran;
las hermanas no paran
mismo hasta el grito no paran
no paran, no paran,
no paran, no paran quietas.  


Operativo Yaguareté



Cuando se lo espera desde temprano
el tiempo se detiene acá adentro del monte.
Después de un rato
los ojos se hacen uno con la sombra,
tanto o más delgados que un bisturí
entre la densa maraña vegetal empiezan
a separar una caña de otra
y así los tallos de las plantas
se distancian de sus hojas
para que entre las rendijas del Guembé
sus manchas color bronce por el verde entorpecidas
por fin multiplicadas aparezcan,
al tiempo que un rugido
áspero de rey molesto
interrumpa y amplificado se extienda
sobre esta larga espera
de brazos cruzados y en silencio. 


Mercé

Reina del Este


Ya lo último y me rajo,
bombona mía,
blancas 42 las Adidas,
para vos: reales, pesos
qué digo, besos,
dulces salados
hasta guaraníes tengo.
¿Que largás cuánto
cada chomba?
Vaya a saber
mi flor del Este por qué
a las Rahul Lauren se te dio 
por cambiarles las letras,
que si llegaron en barco
y de ahí en avioneta
poco me importa
de dónde salieron,
vamos mi reina no me llores,
hasta la próxima, dame un beso
que así como me vine
ahora en micro me vuelvo,
pispeando el manualcito
de mi nuevo ai-per
cuatro gigas
y la Custer,
descargada, ya sabés,
acá adentro, todo el viaje
calentita entre mis perlas.


Lamercenaria

Ciudad del Este

Entre bocinas,
multitud y niebla,
esta tarde me verás cargada
caminar por el puente.

Desde allá arriba
de mi mano abierta sobre el río
a tu favor verás caer
una moneda
para que al pisar la frontera
una vez más, Ciudad del Éter,
hija tuya me hagas,
contingente, abstracta casi,
transparente. 


Al día

Jugaban con un encendedor
y provocaron un incendio.
En Capioví,
caída de tendido eléctrico
provocó la muerte de animales vacunos.
Yace fuera de peligro el hombre 
que se prendió fuego
 y se tiró al río. 
Queremos limpiarnos internamente, dijo
el comisario Rovirosa.
Susto entre pasajeros de un micro
que se quedó sin frenos
en Salto Encantado.
El Helvética, de izquierda a derecha
ni una palabra sobre los cuatro disparos,
las sombras ahí pesadas
después brillando arriba
anoche en el monte. 

sábado, 22 de junio de 2013


Instrucciones para amarte

No me idolatres, no me idealices,
con tus loas desbocadas
no me cinceles ni me barnices, 
si tu intención es que me acerque
halagan pero no ayudan,
ya te rogué que me hicieras
mil veces pedestre,
bípeda implume
antes que gótica estatua
surgida de tu mano sublime.


la mèr 

viernes, 24 de mayo de 2013

Las manchas

Hernández y el papel manchado

Estaba en el pilón, después de esa noche en el sótano. Se había manchado con fernet o algo así. Los demás estaban intactos: “El asesino de ideas”, “Los domingos”, “Feo, siempre fuiste” y “Al final de la fila”. De “Hernández” se habían llevado todas las copias. Todas menos esa, la manchada.


A la gente le gustaba esa historia. Después de leerla siempre me preguntaban si existía ese tal Hernández. Yo les decía que no, que lo había inventado (para resguardar su identidad), y se iban con un poco de cara larga pero aun imaginando que el tipo era real. Especial ese Hernández.

Lo conocí cuando estaba solo y era de esos que sufrían cada segundo que no estaban con una mujer, pero no se apuraba, esperaba que el momento llegara. Hacía diez años que seguía en la espera cuando lo conocí. Siempre me decía “¿Sabés que pasa, pibe? No la tengo que salir a buscar, es una cuestión magnética. Yo tengo que andar por ahí, dando vueltas, y un día se me va a pegar y no va a haber duda”. Yo le quería creer pero diez años me parecía mucho.

Un día tipo nueve de la mañana me aparece en la puerta de casa. Le abro y lo invito a tomar unos amargos, yo en calzones todavía. “Ya está, ya lo decidí, es el plan perfecto” me tira, apenas se acomoda en la silla de la cocina.

- ¿El qué? - le digo.
- El plan perfecto. Bah, no es perfecto pero tiene que funcionar. Ya lo calculé todo: un promedio de doscientas personas pasan por ese café, sólo en la mañana. Vos sabés que yo laburo a la tarde, así que no hay drama.
- Sí, pero…
- Pará, dejame terminar. Doscientas personas, cada mañana. A razón de cuatro mujeres cada diez personas. Osea, ochenta mujeres al día. No todas diferentes, pero hay un buen índice de recambio, no lo calculé todavía.
- Creo que entiendo para dónde vas, pero…
- Pará, sí. Vos sabés que no puedo rechazar mi teoría, pero puedo mejorar mis posibilidades. Una probabilidad de 80 mujeres por día, para que alguna sienta la atracción del polo opuesto, ¿me entendés? Tiene que funcionar.
- Y ¿qué vas a hacer? ¿Quedarte sentado en ese café todas las mañanas, desde ahora hasta que funcione?
- Exacto.
- Estás loco.
- Sí, pero tiene que funcionar.
- Loco lindo.
- Sí, pero tiene que funcionar, ¿no?
- ¿Me estás preguntando a mí?
- Y sí, para eso vine hasta acá.
- ¿Y yo tengo que decidir por vos?
- Bueno, ¿pensás que puede funcionar?
- No sé, ponele, qué se yo, ¿vos creés que va a funcionar?
- Sí.
- Y entonces hacelo, no me preguntes.

Y lo hizo. El muy hijo de puta se sentó, desde ese día, todas las mañanas en el café, pidió un cortado con dos medialunas, sábado y domingo incluidos, durante dos años. Vio sentarse, tomar algo y pararse a casi sesenta mil mujeres, si sus cálculos eran correctos. Y cerca del segundo aniversario de su idea aparece en casa.

- Funcionó - me dice, con una sonrisa que se le escapa de la cara.
- Mentira.
- Sí, lo logré.
- ¿Cómo?
- Era más fácil de lo que pensaba. ¿Sabés que tuve que ver irse a vaya a saber cuántas mujeres para darme cuenta? Rubias, morochas, de piernas interminables y perfumes enigmáticos...
- ¿Enigmáticos?
- Sí, enigmáticos, los publicistas tienen razón. Documenté todo, mirá.

Saca un cuaderno cuadriculado y me lo entrega, señalando acá y allá con el dedo, dándole latigazos a las hojas mientras las pasa.

- Todo: cantidad de mujeres con gafas, con tacos, chancletas, polleras, jeans, blusas, remeras ajustadas, pelo suelto o atado, con rodete, moño, broches y vinchas, relojes, pulseras, anillos, tatuajes, aros, pestañas pobladas y ralas, pecas, lunares, rollitos, arrugas, uñas largas y cortas, pintadas, ojos azules, verdes, negros, marrones, amarillos, te juro, una chica los tenía amarillos, como un gato. Vi y anoté todo, llevé la cuenta de los días, los promedios, hice categorías, armé probabilidades por edad, por posible profesión, hasta por rasgos faciales. Y la única persona a la que nunca anoté en mi cuaderno, la que estuvo todos y cada uno de los días de mi experimento, hoy me invitó a tomar algo, esta noche. ¿Te das cuenta?
- Eeh, ¿la moza?
- ¡Exacto!
- ¿Vos sos boludo? ¡Siempre hay que contar a las mozas! ¿Y cómo te dijo?
- Un papelón, en realidad. Se me acerca y me dice, fijate, después de dos años recién se anima a preguntarme “¿Por qué venís todos los días acá?”. Ya habíamos hablado varias veces, pero como a la mañana está movido no hay mucho tiempo, ¿viste? ¿Cómo no me voy a quedar un día hasta el final de su turno?, explicame. ¿Tan salame voy a ser? Cuestión que le dije que estaba esperando a una mujer, no sé, me salió eso, y me pregunta “¿Tanto tiempo?”, medio con una risita y un poco de lástima y le digo que no, que en realidad estoy esperando que alguna mujer aparezca en mi vida. Y me mira de arriba abajo, con el repasador en la mano y me invita a salir. Así, de repente. ¡Voilà! Magnetismo.
- ¿Voilà, magnetismo? Dos años viendo a la misma mujer y ¿voilà, magnetismo?
- Esto no es la televisión, Marcos. El magnetismo es más lento, no es Duro de Matar.
- No empecés con eso.
- Bueno, pero ¿funcionó o no?
- Sí, pero, ¿cómo sabés que es la indicada?
- Marcos, es la indicada.
- Bueno, pero ¿cómo sabés?
- Primero, por el plan. Segundo, porque el magnetismo existe. Y tercero, porque algo me dice que es así, no lo puedo explicar.
- Confío más en la última, pero no le quito mérito a lo demás. Tarde o temprano funcionó, es verdad.
- Bueno, pibe, voy a arreglarme que hoy es la primera cita de muchas, vas a ver.

Y no lo vi nunca más desde esa noche. Al año me mandó una postal de Costa Rica y una foto tomando sol en la playa con Amalia. Un año después recibí una foto de Marcos, el bebé, en brazos de su flamante padre. Esa misma noche escribí “Hernández”.


La muestra del sótano cayó justo en el quinto aniversario de la idea del café y preparé más copias de “Hernández” que de costumbre. Lo leí en el escenario y la gente se llevó todas las copias. Todas menos la manchada. Al volver a casa, cuando estaba a punto de tirarla al tacho, tuve la idea.

Era difícil, lo sabía, casi tan improbable o más que la del café. Y con muchos menos razonamientos estadísticos, lo mío era exclusivamente azaroso. Esa historia era única, como Hernández mismo, cargada de magnetismo. Pero esa hoja, esa mancha de fernet, hacía de la copia algo aún más único que todas las historias de Hernández. Y si alguien habría de elegirla entre las otras tantas que seguiría imprimiendo en un papel nuevo e igual a los demás, debía ser una persona única. Ese papel estaría sentado en la mesa, una y otra vez, junto con los miles de papeles que continuarían su viaje, esperando el momento en que alguien lo invitase a salir. Otra vez, la magia del magnetismo era llamada para un reto sin precedentes.

Apenas guardé el papel manchado en la carpeta para usarlo en las futuras muestras, escribí una carta a Hernández explicándole la teoría. La respuesta vino en una foto de su hijo corriendo en el patio de la casa. A la vuelta sólo decía “¿Vos creés que va a funcionar?”. El plan fue puesto en marcha a la siguiente muestra.

Treinta copias de “Hernández”. Veintinueve insulsos pedazos de papel, sin experiencia alguna de la vida, uno con toda la carga heroica impregnada en su arrugada mancha. Me quedé hasta el final, muchas veces me iba temprano, pero esa noche me quedé hasta el final. Y en la muestra de la semana siguiente también, y en las que vinieron después de esa, y todas las noches de muestra me quedé hasta el final. Y así pasaron cinco años.

Cada tanto Hernández me mandaba alguna carta preguntando si el plan había funcionado. Yo le contaba que lo seguía haciendo, que el papel manchado estaba ahí. Y nadie se lo llevaba, pero yo lo dejaba. Y siempre le contaba alguna cosita más. Así se enteró de María, de Laura, de Noelia y de las muchas desventuras que no duraron más de un par de semanas, como la de Flavia y la de Florencia.

“El plan no va a fallar, sentí el magnetismo” me escribió un día, en respuesta a la carta sobre mi pelea con Noelia, después de casi un año de noviazgo. Esa semana me tocó exponer otra vez en el sótano. Leí “Hernández”, en honor a la noche de la mancha. Al terminar, una morocha flaca se acercó a la mesa y me preguntó si Hernández era de verdad.

No te voy a mentir. Lo sentí. Sentí el magnetismo, estaba por todos lados: en las paredes del sótano, en la mesita, en los papeles con cuentos, en las poesías colgadas en los carteles, en la silla, en el escenario mientras leía (aunque todavía no me daba cuenta qué estaba pasando). Era una atracción inevitable hacia las cosas, desde el micrófono hasta el rincón oscuro de la esquina, el lugar se estaba preparando para la gran colisión, y yo en el medio del torbellino energético.

Y lo tuvo que decir, tuvo que preguntar si era real, si Hernández efectivamente existía, y yo tuve que sacar la foto de su hijo corriendo en el patio y contarle que todo era cierto, que él lo había logrado y que si él había podido yo también podía y que el magnetismo.

Ella me miraba con la cabeza torcida, de arriba abajo. Tomó una copia de “Hernández” y me invitó a un lugar más tranquilo. Esa noche no me quedé hasta el final. Quedaron los carteles, mi silla y unos cuantos papeles blancos sobre la mesa.


La mancha azul

Ahora tengo una mancha azul, mal lavada, en mi campera negra de la suerte, y si la meto en el lavarropas, todo podría desaparecer a la mañana siguiente, quedar dentro de ese cajón que se cierra cada noche. Porque no es la mancha, ni la memoria, es la existencia, que sería enjuagada, desechada para siempre al submundo de las cloacas.


Abro los ojos y el enchufe de la pared me da los buenos días con su cara triste, mientras desacomodo la almohada perfectamente encajada entre el cuello y las últimas líneas de las costillas. El reloj dice las tres de la tarde, supongo haberme dormido a cualquier hora. Pispeo al gato en la silla, me levanto y me sigue. Me pide comida. Le sirvo de la bolsa que guardo en el cajón de la cocina.

Me siento a la mesa del living. Envases de cerveza me confían una suerte de compañía, imagino Pablo, que a veces pasa. Busco entre los papeles. Un ticket de supermercado chino, una tuca, un envoltorio de caramelo, una entrada. Una entrada: “Válido por una consumición”. No dice el lugar. Abro la billetera, dos de diez y uno de cincuenta. Bien. Suena el timbre. Agarro las llaves. Me asomo por el balcón para tirarlas. Pablo. “Vamos a un evento acá nomás”, me grita. “Ahí bajo”. Me pongo el jean y la campera negra de la suerte. Guardo las llaves. En el bolsillo del pecho tanteo algo. Lo saco. Un pucho. Lo prendo. Abro la puerta. Bajo las escaleras. Salgo.

En el camino, Pablo habla de la noche anterior. “En ese barsucho de la esquina, pero re tranca, volvimos a tu casa tipo una y te fuiste a dormir de toque.” Le creo. “Me levanté a las tres hoy”, le digo. “Qué raro”. Caminamos despacito y el sol tiene pinta de abril. “¿Hoy es…?”, pregunto. “Veinte de abril”. Y nos quedamos callados. Es abril, nomás.

En el evento la gente canta o lee cada tanto y en la esquina hacen libros de cartón y los pintan a mano. Me dan uno. Lo pinto y me tiembla un poco el pulso por el frío y el pucho. La chica que está a cargo del puesto a la calle habla y habla y yo me río porque es un aparato. Me río y me pinto la mano de violeta, sin querer. Rasco la piel con la uña pero sólo hace la mancha más grande y clarita. Me río y sigo pintando. Le entrego el libro terminado a la chica, tapa arriba para que se seque y entro al local para pintar otro libro que elegí llevarme. Pablo me habla de los autores que publican ahí. Miro títulos y nombres que no voy a recordar, pero no me importa, me gustan los dibujos de las tapas y las encuadernaciones medias endebles con olor a un pegamento más bien amoroso.

En la mesita donde estoy pintando, tres nenas también pintan libros y una cuarta embadurna sus brazos de azul Boca. La madre le festeja el acto pitufesco y se pone a ayudarla. La nena de rulos que está al lado mío ofrece ayuda con mi libro. “Dale”, le digo, y arremete con su pincel furioso, rojo, hacia mis estúpidos trazos geométricos. Y se va a desparramar en una hermosa mancha deforme que se sale del borde de las letras, hacia el vacío de la tapa de cartón, hasta más allá de la inocencia de todas las tapas de cartón. “Ahí está”, me dice. Y sonrío satisfecho. Con la obra acabada en mis manos.

La madre de la nena pitufo me cacha, absorto en el libro, en mis manos pintadas. Levanto la vista y sonrío, con la mirada perdida todavía. Ella sonríe y gira. Devela un cuello de pelitos sutiles, maniatados hacia arriba en el acto ingrávido y sensual del rodete y los pelos de mi nuca se erizan. Ella llama a alguien, “Pato”. Se acerca una chica rubia, muy parecida a la nena pitufo, y se queda ayudándola con su arte.

La madre de la nena pitufo se me acerca. “Te vas a llevar…”, arranca, tomando el libro de mis manos. “El de Aira, sí”, respondo. “Es muy bueno”, me dice. Pasan como cinco ángeles, mientras miro el libro y la miro a ella, y miro el libro, y miro a la nena pitufo y digo “¿Esa es tu nena?”, apoyando el libro en la mesa para que se seque. “No, es de ella. Patricia”. “Hola”, le digo a Patricia, “Claro, son iguales”, le digo a… “Marcos, ¿cómo es tu nombre?”, pregunto, señalándome y señalándola. “Noelia”, sonríe. “¿Fumás?”, pregunto. “Sí”. “¿Me acompañás?”. Salimos.

Afuera hace un frío de cagarse y mi campera de la suerte no está preparada. La miro como quien la mira para que se convierta en un polar o en una burbuja con estufa y dos sillones y descubro una mancha azul en la manga. Vuelvo al momento en que Noelia se acercó para ver mi libro, al roce de sus manos azules en mi suerte negra. Vuelvo a la calle otra vez, miro la campera manchada, miro a Noelia que camina mirando hacia arriba. “Tomá”, le digo, alcanzándole un cigarrillo de la caja. Se lo prendo, me lo prendo y caminamos para la otra esquina.

Me dice que es la primera vez que viene. Que es de otra ciudad. Del interior. Que está pasando un tiempo acá. Que busca laburo. Que le gustan los Beatles pero no tanto Pink Floyd y le caben los Redondos. Que qué ando haciendo acá. Que con quién vine. Que si ando con alguien. Yo respondo pausado y le cuento más de lo que pregunta, porque ella abre grande la oreja y sonríe con los chistes y con los dientes. “¿Fumás?”, le pregunto, con la ceja levantada. “Sí”. “Tengo un finito”, le digo.

Ya estamos en Júpiter y Noelia se ríe a carcajadas a mitad de cuadra porque si no se alejaba, estallaba. Yo doblo las rodillas y río y toso como un boludo re feliz. Cuando las lágrimas no nos nublan más la vista la invito a casa. Ella accede sin dudar y se tienta de nuevo. Tanto que se sigue riendo cuando entramos al taxi y cada tanto estalla en Garay o en San Juan. Bajamos. Entramos.

“¿Vino?”, le pregunto desde la cocina. “Dale”, me grita desde el living. Lavo dos vasos de la pileta. Refriego con desgano la mancha de la campera. Descorcho. Pongo el corcho de nuevo. Agarro los vasos. Llevo todo a la mesa del living. Saco el corcho. Sirvo en los vasos. La miro a ella cuando termino. Me mira y agarra el vaso. “Gracias”, susurra. “De nada”, sonrío. Despliega su mano en la mesa. La tomo. Tomo el vino. Ella toma el suyo. Resbala sus dedos por mi palma que transpira despacito, frío. Callamos. Pongo música. Los Redondos. Y nos tiramos en el sillón.

“¡Me olvidé el libro!”, salto, de repente. Ella casi se asusta y me agarra fuerte la mano. “No pasa nada”, me dice. “Sí, pasa”, le digo. Y veo la mancha borrosa de la campera. Cierro los ojos y apunto la cabeza hacia arriba. Abro los ojos que se abren al techo. Y dejo salir un suspiro de derrota. “¿Qué pasa?”, dice ella. Me quedo en silencio, mirando el techo. “¿Qué pasa, Marcos?”, vuelve a decir. Giro y cruzo las piernas a lo indiecito. La miro a los ojos. Ella entiende la solemnidad del momento y me copia, pegando sus rodillas a las mías. Entrega su mano. La agarro. “¿Qué pasa?”, repite. Y arranco. “Pasa que…”, y hago una pausa. “Pasa… que me olvido”, y hago otra pausa. Y ahí arranco en serio. Y ella se queda calladita y escucha de un tirón.

“Me olvido de las cosas. Hace tiempo que me pasa. Ya ni me acuerdo cuánto. Un día me levanté y no me acordaba del día anterior. Y al otro día tampoco. Y todos los recuerdos desde ese día se fueron borrando, como si se escondieran en un cajoncito en mi cabeza. Al que no puedo entrar más. Y en este tiempo, la única forma que encontré de salvar algunos, aunque sea, es con cosas. Cosas que me devuelvan a una situación, un momento, que me ayuden a abrir ese cajón.”

Ella me mira. Seria. “No te vas a olvidar de mí, ¿no?”, me susurra, acercándose. Quiero mentir que no, pero no digo nada. Ella se acerca un poco más y me abraza. Me besa el cuello. Me hierve la sangre. Me invita a la cama. Y acepto. Digo “sí” toda la travesía. Acepto, más voraz que en el truco, pero respondo “no” a la invitación final de quedarme dormido. “En un rato me acuesto”,  le digo y la dejo descansando.

Voy al living. Me siento a la mesa. La campera cuelga de la silla y pienso, con lágrimas en los ojos acostumbrados, que ahora tengo una mancha azul, mal lavada, en mi campera negra de la suerte, y si la meto en el lavarropas, todo podría desaparecer a la mañana siguiente, quedar dentro de ese cajón que se cierra cada noche. Porque no es la mancha, ni la memoria, es la existencia, que sería enjuagada, desechada para siempre al submundo de las cloacas.


Abro los ojos y el enchufe de la pared me da los buenos días con su cara triste, mientras desacomodo la almohada perfectamente encajada entre el cuello y las últimas líneas de las costillas. El reloj dice las tres de la tarde, supongo haberme dormido a cualquier hora. Pispeo al gato en la silla, me levanto y me sigue. Me pide comida.

Voy hasta el cajón de la cocina y en el camino encuentro mi campera negra de la suerte colgando de un hermoso cuerpo de mujer hasta la mitad de las nalgas. Se da vuelta y muestra mi pava roja. “Imaginé que tomabas mate”, dice. “Sí”, susurro, y miro el piso, y me quedo unos segundos quieto. Parado. Con la mano hacia delante buscando nada. Voy hasta el cajón y agarro la bolsa de comida. La sirvo en el platito. Me siento a la mesa del living. La chica se sienta y me arrima un verde.

Mira comer al gato. Y yo miro, en el escote que se inventa en el cierre de la campera, una porción de sus tetas, escondidas en los suburbios de mi suerte. Paso de las tetas a su cuello. A su rodete. A los pelos tirantes. A los que se escapan y van a parar a su hombro, un hombro en punta, flaquito, que dobla en un brazo, flaquito también, que no alcanza a rellenar esa manga negra, esa manga negra con una mancha azul, que va a parar a los muslos de ella, tan sonriente, mirando al gato. Ella, que se para y pone una de los Redondos, porque sabe que a mí también me caben.


Todas las manchas, ninguna

Ya sé lo que tengo que hacer y aun así me detengo un segundo a pensarlo. Lo único que puede recordar es esa historia. Todo se desvanece cuando cierra los ojos. Todo menos Hernández. Me acerco a la mesita. Finjo leer algunas poesías de los carteles, me arrimo y le pregunto si Hernández es real. Él abre grande sus ojos de almendra, saca una foto de la mochila y empieza a decirme que todo es verdad, que Hernández había podido, y que si había podido él también podía y que el magnetismo. Agarro el papel manchado y lo invito a un lugar más tranquilo. Él deja todo en la mesa, toma mi mano, me mira fijo a los ojos y dice “en mi casa no hay nadie”.


En la cocina se escucha temblar la pava roja. Me levanto a los saltos y corro a apagar el fuego. Armo el mate, voy al living y le arrimo el primero, que es el más rico. Él levanta la vista y, todavía con la mirada perdida, me dice “Gracias”, y vuelve a sus historias, a sus intentos de memoria, a sus ficciones de recuerdos. Le acaricio la mano con la que sostiene el mate y él estira los dedos para hacerme cosquillas con las uñas.

Su campera negra de la suerte cuelga del clavito en la pared, al lado de los cuadros de Escher. Paso de las escaleras que no llevan a ningún lado a las manos que se dibujan entre sí, y de ahí a la mancha en la manga de la campera y el pecho se me cierra en un nudo que me obliga a buscar aire en el balcón.

Veo salir de la impresora un par de hojas que caen al suelo. Él las levanta, se acerca y me entrega el piloncito con título “Las mañanas”. Le sonrío y me apoyo contra la pared, en posición de lectura. Él se da vuelta,  larga un “fijate qué te parece”, y se tira al sillón.

Es, sin duda, su cuento más triste y plagado de recuerdos reales y no puedo evitar llorar, amarlo y sentir pena por él, todo al mismo tiempo. Él mira impaciente, pero no dice nada. “Es hermoso”, le digo, mientras me arrodillo en el sillón y lo abrazo con esa sensación de las despedidas a la que intento desacostumbrarme. Lo abrazo más fuerte y se me escapa un suspiro atravesado. “¿Para tanto?”, me dice. Me desprendo, barro las lágrimas con la manga del pulóver y repito, “es hermoso”. Él sonríe, achinando los ojos.

Sus historias fueron mutando a lo largo de este casi año que llevamos juntos, de la imaginación absoluta a los relatos repletos de detalles reales, mínimos e inconexos, para terminar en este cuento que releo ya pasadas las tres de la mañana, donde busco, para cerciorarme, algún indicio de ficción. Ninguno. Marcos narra a la perfección secuencias completas de su vida, tal cual fue vivida.

Apoyo “Las mañanas” en la mesa y miro de reojo la campera. Me levanto y voy hasta la pieza. Marcos duerme con la almohada cruzada en el pecho. Voy hasta la biblioteca. Abro la caja de zapatos donde guarda las cartas y saco el fajo atado por un piolín amarillo. Me siento de nuevo y desato el hilo con cuidado. Leo, una por una, las cartas. María. Laura. Flavia. Florencia. Agarro una hoja, una lapicera y escribo, por quinta vez, mi carta de despedida. Le explico, una vez más, que lo nuestro no puede ser, que estoy buscando otra cosa en la vida o algo por el estilo. Y firmo. “No me olvides. Noelia”.

Ato nuevamente las viejas despedidas, voy hasta la biblioteca y al guardarlas encuentro una carta de Hernández, mezclada entre los papeles. Es de hace más de un año y habla sobre el magnetismo y algo sobre un papel manchado. Hernández le dice que tenga paciencia, que ya va a llegar, que alguien lo va a agarrar.

Guardo la carta. Tomo la campera, saco el clavo y lo guardo en mi bolsillo. Voy del living a la cocina, y de la cocina al lavadero. Abro el lavarropas, tiro la campera junto con el resto de la ropa sucia, cierro el lavarropas, aprieto “ON”, cierro la puerta del lavadero, cierro la puerta de la cocina, abro la puerta de entrada, la cierro, bajo las escaleras y salgo.

Miro el reloj. Las siete de la tarde. Entro al Ateneo del Splendid, voy hasta el fondo y busco con el cuello estirado. Ahí está Marcos, sentado en la mesita de atrás, con su café y sus dos medialunas, escuchando al pianista de la librería, como todos los miércoles. Me acerco y me siento en la mesa de al lado. Él está absorto en el piano y ni toca el café. Cuando baja la mirada para agarrar una medialuna, le hago una seña y le pregunto, a lo lejos, si lo conozco de algún lado.

- Perdón, no recuerdo... - responde, frunciendo el ceño.
- ¿No estabas leyendo una vez en el sótano de la calle Corrientes? - le digo, mientras me paro.
- Puede ser,  ¿cómo es tu nombre?
- Noelia - le respondo, y lo miro fijo a los ojos.
- Marcos, ¿querés sentarte? - y se levanta para arrimarme la silla.
- Gracias. Recuerdo que leíste una historia muy linda. “Hernández”, ¿puede ser?
- Qué buena memoria. Ojalá la mía fuera tan buena - sonríe.

Charlamos hasta que el pianista deja de tocar, y hasta que cierra la cafetería, y seguimos hablando mientras paseamos por las estanterías, hasta que cierra el local. Afuera, nos despedimos y sobre el pucho me entrega una tarjetita. “Voy a estar en el sótano, leyendo Hernández, la próxima semana”, me dice, y me saluda con un beso en la mejilla. Quiero decirle algo más pero me quedo callada. Él se va con las manos en los bolsillos y en la esquina se prende un pucho. Me quedo quieta, en la entrada del Ateneo, hasta que lo pierdo de vista.


“Veinte pesos” me dice el de la entrada. Pago, corro la cortina negra y bajo las escaleras. Ya está bastante lleno y me acomodo en una de las mesas más alejadas del escenario. Pasan tres personas, un humorista, un pibe que toca la guitarra y una chica que lee poesía, hasta que le toca a Marcos. Lee “Hernández”. Con la misma pasión, o más, con la que lo he escuchado una y otra vez. La gente lo aplaude hasta el hartazgo y él se sonroja, como siempre. Agradece y avisa que en su mesita hay copias para el que se quiera llevar. Cuando sube al escenario una señora que anuncia un pedazo de su novela, me paro. Y ahí lo siento. El magnetismo.

Me tiemblan las piernas y tambaleo entre la gente. Marcos mira a la mujer que narra y yo me acerco a la mesita. Finjo leer algunas poesías de los carteles, me arrimo y le pregunto si Hernández es real. Él abre grande sus ojos de almendra, saca una foto de la mochila y empieza a decirme que todo es verdad, que Hernández había podido, y que si había podido él también podía y que el magnetismo. Agarro el papel manchado y lo invito a un lugar más tranquilo. Él deja todo en la mesa, toma mi mano, me mira fijo a los ojos y dice “en mi casa no hay nadie”.

En el taxi me cuenta más sobre Hernández y finjo asombro. Él sonríe y cada tanto le descubro una mirada fugaz a mi rodete, o a mi cuello. Bajamos y entramos al departamento. “¿Vino?”, me pregunta desde la cocina. “Dale”, le grito desde el living. Voy hasta la computadora y pongo “Todo un palo” de los Redondos. Él aparece con dos vasos y la botella y apoya todo en la mesa. Sirve y no me despega la mirada. Tanto que derrama, sin querer, un par de gotas en el “Hernández” manchado.

Tomamos el vino y cuando cambia el tema, estiro la mano sobre la mesa. Él la mira, mira el cuento, levanta la vista y se pierde en mi cuello. Como un latigazo, gira la cabeza y frena en la pared. Se levanta y con pasos lentos se acerca al agujero, al lado de los cuadros de Escher. Estira la mano y con el índice hurga en el agujero, como quien buscara la verdad en el fondo de un pozo. Gira nuevamente la cabeza y esta vez se dirige a la caja de zapatos. La abre y saca las cartas. Todas. Las cinco. Y las deja caer, mirándolas morir en el suelo.

“No me olvidaste nunca, ¿verdad?”, pregunto. A él se le llenan los ojos de lágrimas e intenta una disculpa entre espasmos. Me paro y lo abrazo, froto mi palma por su espalda para calmarlo. Él me abraza y deja caer su peso sobre mi cuerpo. Así, casi muerto, lo arrastro hasta el sillón. Él se desparrama e intenta respirar hondo. Me acurruco a su lado y siento cómo la respiración se le va apagando, hasta perderse en el rumor que entra por la ventana, hasta apagarse por completo.


Abro los ojos y Marcos está en el mismo lugar en el que se dejó ir la noche anterior. Por la persiana entreabierta se filtra una luz de mañana recién salida del horno. Trato de escabullirme, sin moverlo, pero no puedo. Él ronronea y murmura algo, con los ojos temblando, casi sin abrir. Me acerco a su oreja. “¿Qué?”, susurro. Y él responde, otra vez murmurando, pero esta vez le entiendo. “Un ratito más, mi amor, un ratito más que todavía es temprano”.

domingo, 19 de mayo de 2013

No me peguen, soy la merce


En el caso de que usemos este blog y si les parece ok, se me ocurrió que podría ir colgando acá algunos experimentos en verso para leer ao vivo solo prosa. Capaz que de esta manera logro esquivar el guantazo, además de ahorrarme mi propio pudor. Mer. 

Anoche en subjuntivo


Qué tremendo beso ese,
el que ayer
toda la noche
casi nos dimos,
si hubieses sabido
que te tenía jurado
y que en el fondo de mi cartera
antes de salir
corta de tiempo
por las dudas llevaba
una maquinita rosa
gillette sin abrir. 

Lamèr