sábado, 31 de diciembre de 2011

Feliz 2012

Hoy tiré el calendario de la cocina. Quedó ahí, arrugado en el tacho, entre un cádaver de una manzana, un frasco vacío de quitaesmalte y unas hojas de lechuga medio gangrenadas.
2011. Es sólo un número, no? O cuatro juntitos. Y seguramente guarda varias operaciones matemáticas dentro que nunca sabré hacer. Un número con toda su historia logicamente binaria y una perfecta genealogía cifrada. MMXI, cuatro míseras letras. O tres palabras. Y amparan todo lo dicho . Todos los libros que me alojaron, los que encarné, en los que a veces me escondí. Los que probé, lamí,  mastiqué. Los que vomité. Y todas esas palabras que me arrasaron en google, y me revolcaron como una ola dejandome con el pelo revuelto y sin saber para donde se había ido la orilla.Cuatro letras donde esta todo lo que pronunciamos. Y lo que callamos. Dos mil once.Creo que son 365 dias. No se cuántas vueltas en las agujas de mi reloj pulsera. O peor ; no se cuántos números combinados en mi Blackberry. Numero, dos puntos, y otro numero. Esa simpleza es un instante.
Ahí va mi año. Hoy voy a cerrar la bolsa y la sacaré a la escalera de servicio. El portero va a pasar mañana, quiza con un poco de resaca, y la va a cargar hasta abajo , con toda la basura de los otros departamentos. Algunos  de mis vecinos cuidan el planeta y reciclan: esos calendarios se reencarnaran en otras cosas segun su suerte karmica. Pasará Cliba con todo su estruendo, el tipo corriendo se suelta transpirado del camión y agarra la bolsa y se la tira al compañero con esos guantes divinos con puntitos que me encantaría tener para algo. Y la bolsa con el calendario y el cuerpo del quitaesmalte y los otros huesos marchitos entran en esa máquina trituradora del camión, que se parece a la que hace pasta casera pero en gigante, o podría estar en un capítulo de batman que justo vayan al corte cuando están por achurarlos y Robin diga : "santa compactadora, Batman!" Y un plano de Guazón manejando el camión riendo. Propaganda. Mi calendario terminó triturado en una pantalla blanco y negro de mi televisor del 78.
Creo que ya saben que las fechas me dan un poco lo mismo. 2011,2012. No sé si cambia algo. Pero quería decirles algo que siento todos los días. Gracias. Cada uno de ustedes sabe porque.Gracias, de verdad. Y está bueno que la vida sea mucho más que un calendario.
Asi que, a festejar...
Feliz año nuevo

fa
 


miércoles, 28 de diciembre de 2011

La cuarta dimensión



Su oficio era escribir casas. Con el fruto del trabajo de arquitectos, ingenieros, maestros mayores de obras, decoradores, paisajistas o directamente dueños, ella armaba historias (historias verdaderas: aunque hubiera podido hacerlo, jamás inventaba). Lo que para los hacedores de espacios era la meta final, para ella constituía el punto de partida, la materia prima de su producción personal.

El proceso era complejo y el primer paso consistía en obtener la información acerca de la morada en cuestión. Con ese fin entrevistaba a profesionales y ocupantes pero, al que verdaderamente interrogaba, era al espacio, recorriéndolo cuando cabía lo presencial, escudriñando planos, fotografías, renders y todo tipo de imágenes cuando la visita era virtual. Le fascinaba interpelar al espacio, seducirlo y conquistarlo para después acorralarlo con signos de pregunta hasta arrancarle confesiones que en el inicio hubieran parecido imposibles de obtener.

Con las respuestas en mano, la tarea recién comenzaba. Y la cosa nunca era sencilla, porque de manera natural se había autoimpuesto el mandato de dar con la clave de cada sitio que retrataba y de convertir esa cifra en el núcleo de su relato. Por eso ninguna historia se parecía a otra y también por eso sus cuentos jamás eran lineales. Contentarse con una descripción literal del lugar le hubiera resultado lisa y llanamente un sacrilegio.

En el tránsito entre la casa y su representación lingüística mediaba una mirada, la suya, que agregaba al territorio real una especie de cuarta dimensión. En una doctrina que había ido forjando con el correr de los encargos, cada casa amparaba un universo con reglas propias. Acceder a ese código era el principio de la escritura; una vez que daba con el hilo, la tarea estaba prácticamente resuelta. Solo restaban los detalles: tal o cual adjetivo, este título que había pensado mientras soñaba en vez del que había surgido en el primer borrador. Así transcurrían sus días y sus noches, en un juego que combinaba interpretación y construcción, sobre el tablero de la página en blanco y con la ilimitada serie de piezas que constituyen las ideas y el lenguaje.

*****

Aquella noche escribió una casa blanca, fresca, diseñada para la serenidad. En un viaje de imágenes recorrió sus rincones y les buscó las palabras adecuadas. Superpuso a sus contornos los del texto e intentó que coincidieran punto por punto, como cuando se calca un mapa. Al final, lo intangible de la casa quedó atrapado en algún lugar de ese plano escrito. Un misterio que le encanta.

Otra historia, la de un sueño de infancia convertido en obsesión. Narró la confianza de la clienta en el proyectista, su entrega ilimitada –tiempo, dinero, intimidad, la obsesión misma, ¿qué más?–. Delineó el avance de la idea hacia su forma material. Le prestó frases al sueño cumplido y a un vínculo indisoluble, el de la soñadora y el intérprete, lacrado bajo un techo plano como la llanura que lo circunda.

Otra vez escribió otra casa. Un valioso ejemplar sobre la barranca al río. Preciosa en esencia, oculta su belleza bajo revestimientos presumidos. Un trabajo de restauración paciente y jubiloso buscó devolverle la gracia olvidada; una tarea arqueológica de la que ella dio cuenta con esmero. Habló de desnudar estructuras, de actuar por capas, de adornar vaciando. De la operación de dejar que la luz y el silencio se apoderaran del espacio y del sentido. Viajó al origen. En muchos momentos del proceso, sintió que diseñar y escribir son verbos de la misma familia.

También estuvo el caso del retrato de un autorretrato. El departamento del expatriado era un sueño. El lo rompió y lo hizo de vuelta, moldeándolo como alfarero, logrando que la huella de calidad impregnada en el original se mantuviera intacta pese al desmantelamiento. Con colores, muebles y obras de arte creó climas, metió espíritu bacanal, esparció un perfume concentrado a turbulencia nocturna. En admirable traslación, introdujo todo el mundo que lleva trotado. Le hizo una gran vitrina a su yo, con molduras y doble vidrio. Las copas de los árboles rozan los balcones franceses y le hacen cosquillas.

Distinto era el caso del acopiador compulsivo. Lo suyo no era amor propio sino amor por los objetos. Ella nunca había visto cosa igual. Vos atesorás hasta el desborde, le dijo en un momento a su anfitrión mientras esquivaba santos sobre libros sobre mesitas oscuras sobre el piso eterno de madera. El coleccionaba de todo, especialmente imaginería religiosa, objetos históricos –el sable del abuelo del prócer, retratos grandes y chiquitos con marcos antiguos, cortinados originales de la gran Opera citadina-. La cosa ahí versaba entre la historia y la fábula, y a lo que no tenía historia él se la sabía dar, con algo de imaginación y mucho de pátinas y otros tratamientos. Un habilidoso del tiempo. Conventillo con siglo y medio de vida en el corazón del casco viejo, la casa era parte del cuento. Pura coherencia entre continente y contenido (ella disfruta con ese tipo de concordancias, dice que le sirven para escribir). Después supo que cuando se publicó su casa, él la puso en uno de sus marcos dorados a la hoja: triple obra de arte que colgó en su santuario pagano. Una puesta en abismo inquietante.

Y del acopiador a la pareja de coleccionistas: arte contemporáneo y artes aplicadas de la China antigua, acumulación pero de categoría –el nivel de objetos determina castas de poseedores y al final todo se hace el mismo polvo, ellos y sus cosas–. Para escribir esa casa ella eligió ensamblar dos historias, la de amor igualitario de los moradores y la del armado paciente, escrupuloso, de la colección de arte. Con cada aniversario un cuadrito nuevo, una esfera del escultor que nos prendió fuego en la última Art Basel, un potiche celadón dinastía Ming con que celebro tu compañía, y así el lugar se fue poblando amorosamente de obras. Ella fue, miró y escuchó y con esas tramas urdió otra trama, la de ese museo íntimo y descomunal.

Un día escribió la casa de aquel personaje que portaba ilimitados personajes dentro de sí. Afuera, pura calma suburbana. Puertas adentro del chalet californiano, un torbellino sórdido de gente entrando y saliendo, despertándose y comiendo; mascotas, la televisión a todo volumen y sustancias prohibidas entre canastas de galletitas de todos colores sobre la mesa de la cocina. En el centro de la escena, él y su talento, sin pelucas ni pruritos. Esa vez la operación consistió en describir al objeto de su mirada –el chalecito atiborrado hasta la náusea (cristales de Murano, jaulas de canarios, repisas con recuerdos)– en el set de la vida privada del artista rotundo y genial que lo habitaba. Luz, cámara, acción.


Cuando le tocó aquel petit hotel en pleno centro, una ley acababa de salvarlo de la demolición. Sin duda por su hechura portentosa y su jardín de leyenda merecía seguir en pie; pero fundamentalmente era la ciudad la que merecía seguir contándolo entre sus edificios emblemáticos de tiempos más sólidos. Ella se comprometía con esas causas, y entonces a la escritura le agregaba la cuota de bandera necesaria en las cruzadas de cualquier tipo. Pero se cuidaba de matizar los términos duros –patrimonio, piqueta, preservación– para no hastiar a lectores menos comprometidos. No fue al visitar la casa sino después, de noche, en su escritorio, cuando se sentó a ponerla en palabras, que comprendió lo esencial. Plagado de reliquias de todas las épocas y culturas (chinoiseries, muebles victorianos o de la colonia americana, máscaras precolombinas y, aquí y allá, alguna pieza de diseño italiano del siglo XX), en el interior se disipaba la noción del tiempo. Un cuándo se hacía ahí imposible. Y lo mismo sucedía afuera, en el jardín, con las precisiones de espacio: nada en ese remanso de silencio verde denotaba conexión con la frenética urbe de la que era parte. Un punto por fuera de las coordenadas de tiempo y de espacio. Una utopía. Eso fue lo que ella escribió.

*****

A poco de iniciarse en el arte de escribir las casas de otros, empezó a imaginarse cómo sería la suya. De sus conversaciones con diseñadores de especialidades varias –casas y edificios, interiores, jardines, objetos, textiles: llevaba visitados todos los rubros– había aprendido la inteligencia del lenguaje moderno y también el encanto de la forma contemporánea –que básicamente reside en eso mismo, su condición vigente, y que a los ojos de muchos vuelve a sus cultores los únicos habitantes dignos de esta era–.  Pero en su interior palpitaba cierto clasicismo que, a pesar de las enseñanzas de despojo y funcionalidad, la hacía admirar lo antiguo de calidad.

Algunas veces, entonces, su imaginación habitaba una casa completamente blanca, con escasas interrupciones a la vista, arte actual y algún mueble antiguo como prueba de su amor por la historia. Pero aparecía algún inconveniente, la alfombra inmaculada se manchaba con café o de pronto no se identificaba con la pintura abstracta del living. El sueño se desvanecía desalentando cualquier ilusión de retorno al paraíso zen.

En otras ocasiones su casa tenía aires provenzales, pisos de piedra y calcáreos, sillones con tapizados de flores, mesas de campo de maderas nobles y recovecos en los que ella dejaba perder sus cosas, en una ficción de desorden que no terminaba de creerse.

Otras veces, las menos, levantaba una casa en un árbol, con lo justo y necesario. Ese refugio primitivo la transportaba a los de su infancia, cuando se imponía un número de elementos –cuatro, por ejemplo– y solo se mudaba, fantasía de mundo en miniatura mediante, con lo imprescindible: una manta, una taza de juguete, un libro de cuentos, una muñeca. Adónde era lo de menos: podía ser abajo de la mesa del comedor, al balcón, la bañadera o atrás de un sillón, según la caída de la luz, el nivel de aislamiento que imponía el día y otras variables así de aleatorias. La guarida en el árbol conjugaba aquella ilusión de síntesis con sus aprendizajes recientes sobre construcción sustentable: maderas de bosques controlados, reaprovechamiento del agua, uso de energía solar, aislación térmica adecuada. Desde la terraza de la cabaña, a fuerza de carácter pionero y desapego de los lujos de la civilización, ella se volvía un personaje fascinante que valía la pena entrevistar. Pero el divismo le duraba un suspiro, tampoco acababa de comprar esa fábula.

Un día cayó en la cuenta de la razón de su incomodidad con todas las tipologías de casas, incluyendo la que ocupaba en la vida real, que no la representaba ni un poco. Su lugar eran las palabras. En ese terreno ella sabía demoler y edificar, restaurar, sustraer, reformar, ornamentar, pulir. Esa era su arena. Si en la esfera real el minimalismo la juzgaba, el eclecticismo la excluía y el exotismo la enajenaba, en el nivel de la representación era ella la que dominaba a los ismos.

La comprensión la descorazonó. Pero se sobrepuso y así, sin pretensiones de palacios, torres ni siquiera cuartos propios, se limitó a morar en el lenguaje y a hacer lo que sabía hacer: escribir casas. Que para construirlas y habitarlas estaban los otros.

 sol

jueves, 22 de diciembre de 2011

un plano ya más reflexivo


vuelvo acá.
no pensé de manera lineal en venir acá
primero pensé en escribir vía mail para mandar saludos
ver en qué andaban, feliz año, esas cosas
después me acordé del viento y estos amontonamientos por los que no andaba hace meses
me puse a leer acá los amontonamientos
un poco que me divertí
me divertí bastante
me divertí mucho
en un plano ya más reflexivo (la época del año actúa como "constraining force") pienso que hay como un lucha contra la alucinación de las palabras que hay por escribir 
acá, en todo el blog
que me identifica
¿en qué andarán ustedes?
les mando un saludo
un gran saludo
atómico, hecho de párrafos por escribir
hecho de palabras escritas

está bueno
está bueno conocerse
pasan estas palabras, al menos

manga de grosas
les mando un abrazo

nicolás g.


jueves, 15 de diciembre de 2011

Crónica de una nube que se desdibuja en el tiempo


Vuelvo y revivo la mezcla de excitación e incertidumbre de todo backpacker al salir a la ruta de nuevo. El bus celeste, el asiento que no se reclina, el vaivén del camino, las paradas en medio de la nada para hacer lo que urge a campo abierto. El turista que te chamuya con dedicación y horas más tarde lo ayudás a vomitar adentro de una bolsa de plástico. Vamos a Mc Leod Ganj, lugar de residencia de una de las comunidades tibetanas más grandes que existen; tibetanos que hace más de cincuenta años debieron refugiarse en el norte de India porque un buen día a China se le ocurrió invadir Tíbet y convertirla en una de sus tantas provincias. Además de mosquitos, en mi bus hay al menos ocho monjes budistas. Subieron todos juntos, con sus cabezas rapadas, sus túnicas color bordeaux y sus never ending smiles. Saber que viajo con aspirantes a Budha me tranquiliza, aunque todavía no entienda muy bien qué significa para ellos ese príncipe dorado cruzado de piernas. Lejos de esa relación de amor-odio que tengo con los indios, confieso que a los tibetanos les guardo un especial cariño, por su lucha por la soberanía de Tíbet y la conservación de su cultura, pero principalmente por sus características como personas, ya sean aspirantes al nirvana o no. Los tibetanos no tiene rebusques ni cascabeles multicolores. Se me hacen calmos, respetuosos y con un sentido común muy por encima de la media. Con ese temple rústico de gente criada entre montañas, sonríen como si su sonrisa tuviera el poder de cambiar el mundo. Si lo logran o no, tal vez no importe demasiado. De lo único que estoy segura es que provocan un efecto espejo, al menos en mí. 

     Después de una noche interminable intentando dormir en un ángulo de noventa grados, llegamos al pueblo de refugiados a los pies del Himalaya. Esa mañana hacía frío, todavía no había salido el sol. Deambulé un rato con la mochila en la espalda hasta que encontré un puesto abierto que aseguraba vender pan alemán. Cuando se hicieron las siete empecé a subir la montaña, gracias a las indicaciones de una vecina con una escoba de paja en la mano. Llegué más rápido de lo que creía y pese al sueño disfruté la caminata en el bosque, salvo por aquellas ocasiones en las que algún mono me interrumpía el paso y tenía que esperar, entre asustada y divertida, hasta que finalmente dejara de mirarme y se corriera. Tal como me lo había anticipado la tibetana, el camino desapareció de un machetazo y ahora frente mío aparecía una flecha de madera con un cartel que decía “Tushita Meditation Center”. Apoyé la mochila sobre una roca y antes de entrar me tomé de un saque la Coca-Cola que me había comprado en el pueblo para despedir mi libertad.

     Tuve tiempo de dar una vuelta por las instalaciones y noté que se trataba de una especie de aldea con una distribución concéntrica. En el centro, lo que debía de ser el templo principal y a sus alrededores, diferentes construcciones: la biblioteca, el comedor, las salas de meditación, los refugios de madera donde viven los monjes. Ladera abajo, bosque; ladera arriba, todavía más bosque.  Si bien todo olía a austeridad, la atmósfera era alegre y el colorido de las banderas típicamente budistas colgaban de los árboles, entrecruzándose en el aire como si allá arriba alguien estuviera a punto de jugar al elástico. Entre las rendijas de los colores, los picos nevados encandilaban el horizonte.

Una vez en las oficinas, el procedimiento fue burocráticamente eficiente. Llené dos formularios en los que, además de responder preguntas acerca de mi salud mental  y física, acepté las condiciones que el lugar exigía para incorporarme como alumna del curso “Introducción al Budismo”. Durante mi estadía no debía matar ni siquiera una hormiga, no podía mentir bajo ninguna circunstancia ni tampoco consumir sustancias tóxicas y/o alucinógenas. Me quedaría hasta que el curso terminara y a partir de ese momento debía guardar silencio absoluto, con excepción de las sesiones de discusión abierta que duraban solo una hora por día.  En el pie del segundo formulario, bajo el título “Karma Yoga Job”, decía que aceptaría cualquier trabajo que se me asignara en vistas de asegurar el mantenimiento del lugar. Ese era el panorama de mis próximas dos semanas. Bueno, qué tanto, pensé. Me prestaron una birome y firmé, al lado mío otros occidentales hacían lo mismo. Acto seguido, entregué mi pasaporte junto con mis objetos de valor y me puse en la cola para que me dijeran cuál era mi trabajo karmático. Para ese entonces yo había conjugado la palabra “karma” al estilo “karma police”o “esa materia es mi karma”, y está claro que no tenía ninguna razón para se me disparara la alarma. Mucho menos sabía lo que significaba "yoga karmática", y así y todo tampoco estoy segura de haberlo entendido, más que nada porque el tipo de trabajo que se me asignó no me facilitó mucho las cosas. Por lo que llegué a escuchar, los trabajos eran variados: regar las plantas, lavar los platos, darle de comer a los perros, apagar luces, cambiar las ofrendas en el altar de Budha o ahuyentar a los monos para que no se acercaran a la cocina. Al llegar mi turno, el monje agarró su listado y con una sonrisa de océano me dijo: “bathrruuums!”. Reaccioné bastante bien porque recuerdo haber sonreído lo mismo que él, haber dicho ok con la cabeza y darme la vuelta como si nada. La felicidad del ignorante.

  A grandes rasgos, el día se estructuraba en lecciones sobre conceptos duros de la filosofía budista y meditaciones guiadas en las que se intentaba lograr una experiencia consciente de lo aprendido en las lecciones teóricas. A la tarde hacíamos una hora de yoga y una hora de discusión abierta sobre el tema del día, en donde por fin se nos permitía hablar. Después de unos minutos de prudencia discutiendo, por ejemplo, el fenómeno de la reencarnación, nos interrumpía la ansiedad de conocernos, saber nuestras historias, cómo, cuándo, por qué. Parecíamos potros salvajes galopando palabras hasta que sonaba el gong y otra vez al silencio, con un centenar de preguntas  para el otro día.   

     Entre mis compañeros había indios, israelitas, europeos, americanos, musulmanes,   protestantes, ascetas, japoneses taoístas y también un par de agnósticos como yo. Por lo pronto, en mi grupo de discusión diaria tenía a la colombiana-buena-onda, instructora de yoga; dos teenagers suecas que viajaban en un programa de intercambio cultural; el francés, Philippe-hippie-viejo, tatuado desde el empeine hasta el cráneo, con un historial de drogas para el campeonato y en busca de un nuevo giro; el húngaro-manos-agrietadas, pesquero de profesión, muy tímido; y entre otros tantos, dos personajes dignos de nuevos párrafos.

     Manyula: de nacionalidad india y practicante –con algunas reservas– del hinduismo. Treinta y pico de años, con el pelo a la altura de las orejas aunque con vestimenta local. Había vivido en Ohio el tiempo suficiente para que cuando su marido decidiera que volverían a vivir entre vacas sagradas intentara sin éxito suicidarse, agravado por el pequeño detalle de haber descubierto que la engañaba, según fuentes confiables, con su mejor amiga de la infancia. Estaba medicada y decía que no buscaba una nueva religión, sino unos días fuera de casa. Jamás había ido a bailar, a pesar de haber vivido casi una década en Estados Unidos. Al tercer día le prometí que iríamos juntas a una disco club, siempre y cuando algún día la improvisación de mi viaje me llevara hasta orillas de Chennai. Nunca fui a Chennai, pero un año más tarde volvería a India y me encontraría con Manyula en una esquina, a pocas cuadras de uno de los mejores bares de Pahar Ganj.

     Sin embargo mi preferido era Iluminado por el Fuego. Pese a que estaba permitido durante las sesiones de discusión abierta, Iluminado por el Fuego se resistía a hablar, por lo que no me quedó otra que observarlo. Recién el último día supe que se llamaba David. Era evidente que no superaba los veinte años y parecía el prototipo perfecto del Adonis: rubio, ojos celestes y esa particular mirada que se tiene cuando se observa durante mucho tiempo una bombita de luz encendida. Las veinticuatro horas en éxtasis prolongado, por supuesto que sin ayuda de ningún estimulante. Lo que parecía inspirarlo era el ambiente, las lecciones, en definitiva, toda la experiencia. Alumno perfecto hasta en exceso, insistía en comunicarse a través de su cuaderno de notas, incluso cuando en una ocasión un monje se le acercó para corroborar ciertos datos sobre su pasaporte. Durante las sesiones de discusión abierta se abstenía de hablar, sólo escuchaba aunque tampoco estaba segura de que lo hiciera. De todos modos, yo creía entender su esfuerzo. A veces nuestro cerebro funciona como un tape-recorder, graba todo lo que decimos y después reproduce nuestros dichos varias veces, no sólo de la manera en que salieron de nuestra boca sino también de las múltiples maneras que nos hubiera gustado decirlos. Nuestras palabras se vuelven ecos en el túnel de nuestro cerebro y no hablar parece una buena técnica si lo que buscamos es vaciarnos un poco de contenido. Pero era una constante, Iluminado por el Fuego seguía a rajatabla las indicaciones y convertía en precepto la más mínima sugerencia que se nos hacía.  A partir del segundo día empezó a imitar la enigmática sucesión de postraciones que el monje hacía antes de empezar las clases. Sin reparar en la falta de espacio entre unos y otros, su obstinación nos obligaba –a quienes nos sentábamos cerca– a levantar nuestros petates para que al menos cuatro veces al día él pudiera echarse cuerpo a tierra ante la estatua de Budha. Realmente no era práctico, pero para Iluminado por el Fuego no había límites. Un día, en una de las meditaciones inducidas, a cada uno se nos entregó un pedazo de pan del tamaño de un dado y durante cuarenta minutos experimentamos, a ojos cerrados y siguiendo las indicaciones del monje, todos sus escorzos, su textura, su olor, su finísimo ruido al rozarlo con los dedos y finalmente su sabor. La idea era convertir una experiencia cotidiana en un suceso único, intentando olvidar cualquier experiencia previa. Se suponía que durante los últimos quince minutos debíamos mantenerlo entre el paladar y la lengua, pero a los pocos minutos la tentación fue más fuerte y no me quedó ni una miga para el recuerdo. Fue un buen ejercicio, aunque al final un poco tortuoso. Después de esa meditación, sonó el gong para ir a comer y creo que para este entonces todos necesitábamos masticar algo más sustancioso. Y ahí fue cuando sucedió lo inaudito con Iluminado por el Fuego. Llegó al comedor bastante más tarde que el resto, se sirvió la sopa con vegetales que había como único menú y se sentó a pocos metros de mi mesa. El espectáculo que vi fue la versión más acabada de lo que algunos llaman “el elogio de la lentitud”. Sus movimientos se hicieron milimétricos, la velocidad de la luz se derretía en el trayecto entre el cuenco y su boca,  y cuando finalmente llegaba parecía que todo el flujo del Mississippi esperaba para encauzarse en su garganta. Cuando el resto de los comensales ya habíamos terminado hacía rato, Iluminado por el Fuego recién iba en camino ascendente en su peripecia. Me quedé más de dos cuartos de hora mirando hipnotizada el espectáculo. Sonó el gong que anticipaba el inicio de la próxima meditación, me levanté y al cerrar la puerta vi que la cuchara de Iluminado por el Fuego seguía dando vueltas alrededor de la vía láctea. Después de este suceso, mi favorito adoptó la lentitud consciente como actitud de vida y se volvió normal verlo caminar por encima de los relojes. Sinceramente, lo admiraba. Varias veces tuve la sensación de que mientras el resto de los mortales llegábamos exhaustos al primer refugio de la montaña, Iluminado por el Fuego alcazaba la cumbre todavía con aliento para el descenso. Sin embargo, el día en que nos dieron el alta me lo encontré en una de las calles más agitadas del pueblo, me reconoció sin problemas y para mi sorpresa, entre bocinazos y vendedores ambulantes, charlamos como cotorras sueltas sobre el sabor del agua mineral en India, el aumento de la cotización de la rupia y un sinfín de banalidades.

     Y una vez al día también me llegaba la hora del "Karma Yoga Job". El primer día descubrí que en la puerta de los baños había un instructivo, para mi gusto excesivamente detallado, de cómo se debía lavar el hueco de las letrinas, las duchas, el piso y las paredes. No se trataba de tirar un líquido adentro del agujero negro, manguerear las paredes y adiós. Había que ponerle el pecho y principalmente las manos al asunto. Al no contar con cañerías lo suficientemente desarrolladas, cada usuario debía tirar un balde de agua para que corriera un poco de presión y depositar el papel higiénico en un tacho de basura, ya sea el color que hubiese adoptado después de su uso. Por día, al menos cien personas usaban los baños, entre hombres, mujeres y monjes castos. Estaban los más y los menos considerados, los que acertaban con admirable puntería y los que en la feria del pueblo definitivamente perderían en la primera vuelta. Para colmo, recientemente el centro se había unido a un programa de reciclado de residuos, por lo que había que jugar a ser cartonero adentro de los tachos de basura: el papel higiénico, por un lado; cartones y plásticos por otro.  Pero por suerte no estaba sola, tres occidentales más me acompañaban en la cruzada y, si bien nunca rompimos el voto de silencio, era inevitable no comunicarnos al menos con un frunce de nariz. Al quinto día uno de los Juanito Laguna de mi team se enfermó de disentería, seguramente por la exposición que implicaba nuestro trabajo karmático. Quedabamos tres, ya estábamos entregados aunque reconozco que un día estuve muy cerca de tocarle la puerta al monje y decirle que todo había sido una confusión, que me tenía que volver a mi país, que tenía una operación de vesícula programada para la semana entrante y que si perdía mi vuelo… si perdía mi vuelo era posible que nunca más volviera a caminar. Algo así pensé, pero si no lo hice fue porque lo de la vesícula me despertaba algunas dudas y no me creía con la lucidez necesaria para formular otra excusa más creíble. 

A los pocos días aproveché un receso para ir a la biblioteca a investigar un poco acerca de ese rollo de la yoga karmática. Aparentemente se trataba de la unión a través de la acción: "mediante la práctica de una acción que beneficia a terceros se intenta dejar de lado el  egoísmo,  la bronca, los celos o ciertas ideas de superioridad, es decir, domar el ego para poder experimentar un sentimiento de unidad y totalidad". Eso era lo que decía el libro. ¿Qué? Egoísmo, bronca, celos, arrogancia –arrogancia, arrogancia, arrogancia–, esos eran básicamente todos los sentimientos que experimentaba desde que me ponía los guantes pinchados hasta que me los sacaba. Sí, celos también. Celos de la islandesa que se dedicaba a tocar el gong, ¡qué trabajo más poético! Parecía una Venus posmoderna con su pelo de enredadera haciendo sonar casi sin esfuerzo el instrumento sagrado. Pero para mi sorpresa también existía el mercado negro, principalmente de alimentos, lo cual para los que gozábamos de karmas degradados podría haber significado una posibilidad de ascenso. Quienes habían logrado contrabandear algún vívere en el fondo de sus mochilas lo intercambiaban por el trabajo que no querían hacer, pero por desgracia ni yo ni ninguno de mis camaradas de la Agrupación Juanito Laguna teníamos nada que ofrecer. Aunque pensándolo bien, ni aun en el caso de que tuviéramos un Ferrero Rocher en nuestro haber íbamos a conseguir algún compañero bien dispuesto a meter la mano en las letrinas. Estábamos por fuera del mercado, no nos quedaba otra que apretar los dientes o darle la vuelta al asunto y tratar de entender. De todos modos, más allá de mis propios avatares y de los pillos que intentaban deshacerse de su trabajo karmático saltando unos cuantos casilleros, el aire de comunidad que se respiraba era inspirador. Todo se mantenía con el esfuerzo de cada uno, hormiguitas subiendo, bajando, poniendo, sacando, cuidando el hormiguero.
  
  De esa manera, los días de silencio y baños sucios pasaron sin mayores complicaciones pero casi al final de mi estadía sucedió algo, simple pero de algún modo indispensable. A la hora en que el sol pegaba de lleno en el jardín, era habitual encontrar a los monos echados en el pasto, yendo y viniendo de un árbol a otro, previa escala por los alrededores de la cocina, atentos a un golpe de suerte y abusando del sumo respeto que el budismo profesa hacia su especie. Septiembre es la temporada de crías, por lo que se podía ver a los monos-bebés colgados de sus madres o sorteando con increíble destreza cuanto obstáculo se les presentaba en su camino. Con el tiempo me creí etóloga y llegué a la conclusión de que al menos había dos bandos: los del techo no simpatizaban con los del jardín. Cuando les agarraba un brote de inspiración cómica era difícil dejar atrás el canal gratuito de Animal Planet ao vivo y entrar a clases. De cualquier modo, se dejaban ver a través de los ventanales de vidrio. Ahí adentro, sentada en posición de loto –en mi caso un poco marchito– podía ver cómo los monitos-bebé usaban alguna rama de trampolín para lograr colgarse de las banderas budistas, comportándose como auténticos niñitos malcriados. A veces se armaban cadenas, unos colgados de otros y, desafiando la resistencia del que se sostenía de la tela, una vez que armaban un buen tótem aéreo naturalmente la tela se enroscaba y quedaban dando vueltas, agarrados entre sí, hasta que finalmente se caían al piso y volvían a empezar. No solo para mí era difícil resistir la atracción, sino también para varios de mis compañeros pero con el tiempo nos fuimos acostumbrando a sus gracias. Un día, en un receso entre una clase y otra, nos agolpamos en el jardín para ver, una vez más, el numerito. La noche anterior había llovido, el estanque de cemento con forma de flor de loto estaba lleno de agua y los monitos-bebé hacía rato que  incursionar en el nuevo medio. Al principio saltaban de un borde a otro, toreando la línea de fuego. Después metían un pie,  muy despacio las piernas y así hasta zambullirse por completo pero la fiesta se acababa cuando algún mono adulto llegaba y los sacaba de un tirón. En eso estaban cuando una de las crías salta de una rama a otra y antes de alcanzar la meta cae desde las alturas sobre el borde del estanque y ahí nomás queda tendido, boca arriba, inerte. Pasaron unos segundos, pero el cuerpo seguía igual de muerto. De a poco los demás monos empezaron a acercarse y al cabo de un rato  cerraron filas en un círculo perfecto alrededor del fallecido. Uno de ellos entró al círculo y tocó el cuerpo varias veces. Como no hubo respuesta, lo sacudió contra el piso, pero nada. Se quedaron velándolo, cada tanto se sacaban bichos entre sí y volvían a mirar el cuerpo inmóvil. Unidos en esa ceremonia de despedida, inesperadamente el finado se incorpora de un salto y se mezcla entre los vivos como un verdadero Lázaro; en un abrir y cerrar de ojos todo volvía a la fiesta de antes. Me sentí confundida, incómoda, como si un fatal demiurgo hubiese estado manoseando mis emociones.

     Según la cosmovisión budista, una de las causas del sufrimiento es el desconocimiento de la naturaleza cambiante de las cosas, el famoso fenómeno de la impermanencia. Todo cambia, nada permanece, basta con ver los cambios de nuestro cuerpo a lo largo del tiempo o del día, u observar la rapidez con que se diluye el contorno de una nube en el cielo. Heráclito ya insistía en el devenir perpetuo y las vainas del río que corre y por más que nos duchemos dos veces al día ya nada es lo mismo. Pero si esto es tan simple, ¿por qué todavía nos cuesta tanto entender el fin de las cosas? Hay quienes creen que no hay principio ni fin, sino un devenir del ser que no es más que vacío pero un vacío lleno de posibilidades cambiantes. El rocío deviene en nube; la nube, en lluvia; la lluvia, en mar. El rocío, la nube o el mar no son nada, no tienen una existencia independiente aunque así nos parezca. Son vacíos llenos de cambio. La ola, como forma en sí misma y en su diminuto instante, es solo una forma del mar; no nace ni muere, es el ser en su transformación que se muestra y se oculta en un solo movimiento, y para el budismo entender las cosas como acabadas es seguir atascados en la engañosa lógica de la permanencia y la dualidad. Es decir,  para quien relata el monito-bebé debía estar muerto o vivo, pero nunca las dos cosas al mismo tiempo. Los budistas, desde ya muy poéticos. De hecho, es una de las cosas que más me atrae de ellos pero me pregunto si es posible vivir sin todas esas ficciones útiles, sin la idea de origen, muerte, cuerpo, tiempo, ser o esencia como cosas en sí mismas. Los budistas creen que sí y si entendí bien de eso se trata el “Enlightment”. Por otra parte, hace ya varios siglos que la filosofía occidental se encargó de mandar a pasear a aquellos conceptos tan vetustos pero aún así, por más nihilistas que nos proclamemos, todo parece decir que seguimos creyendo en ellos en tanto que continuamos viviendo bajo sus espectros. Y se me hace evidente que los budistas también, no por nada se esfuerzan tanto. Entonces, al final, budistas o no, ¿seremos todos (ir)remediablemente platónicos?

Nota de clase. Día 1. El caballo c'est moi, un poco indomavel, as usual, tratando de seguir el curso.
Lamerce.com

miércoles, 23 de noviembre de 2011

garabatos

Y yo no sé porque escribo. Cuando escribo. Creo que es por oleadas. Cada ola única y caprichosa y dependiendo de todas esas variables atmosféricas. Tuve un abuelo que sabía contar. Coco. Contaba los mejores cuentos inventados. Tic-tic-toc era su mejor personaje. No es gracioso que justo Coco haya sido el primer TOC (trastorno obsesivo compulsivo) que conocí  y que se bañaba 6 veces por dia y tenía que alinear los libros y las botellas y vasos de la mesa de mayor a menor como si fueran soldaditos.Tic-tic-toc, que nombre no? Supongo que sería la época de Rin-tin-tin. La cosa es que Tic-tic-toc era un detective con una lógica socrática que siempre se las ingeniaba para impartir justicia y encontrar al malvado lobo feroz. Yo , cada vez que entraba al baño , me aseguraba que el lobo feroz no estuviera agazapado atrás de la cortina . Nunca lo encontré, pero hubo veces en que se me escapo por poquito. Supongo que por Coco escribo, cuando puedo. Tenía una forma de engarzar las palabras que para mí no era tan importante que decía, sino que yo me quedaba enredada en cómo o para que lo decía . Un humor de entendernos con el rabillo del ojo.

fa

viernes, 4 de noviembre de 2011

Paternidad al palo



Hubo un momento
en que él la empezó a mirar
como un vientre andante.

Le rodeaba la cintura 
con sus manos
cariñoso le medía 
el canal de parto.



(m)

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Conste que


mentiría si dijera que escribo por necesidad.  Me gustaría que así fuera, pero no, no me pasa. Si así fuera me entregaría como un condenado a la horca. A escribir y san se acabó. Pero no, no me pasa. Yo elijo escribir y eso hace que en cualquier momento deje de hacerlo, tal vez para siempre. Bastaría con apretar el botón rojo y adiós. Creo que ni siquiera me lo reprocharía. Si escribo es porque intento encontrar un canal y no estoy segura de que sea este. La pintura pudo haber sido, pero no lo soporté.  Me quemaba.  De todos modos, cada tanto saco los pinceles, armo el rancherío, y una vez más compruebo que sufro. No entiendo por qué sigo insistiendo. A los diecinueve años cobré mi primer sueldo y empecé con modelo vivo. En realidad el primer día caí sin saber de qué se trataba y me llevó dos años darme cuenta que no me interesaba tocar esa nota. Sin embargo había algo en ese círculo de atriles alrededor del cuerpo desnudo que me fascinaba. Las modelos cambiaban todas las semanas pero había una, Luciana  se llamaba, que venía bastante seguido y en su espalda siempre pasaban cosas. Había otra que tenía los pezones muy puntiagudos, casi filosos. Dolía de solo mirarla y en invierno la cosa se ponía peor. La mayoría eran bailarinas y a una, me acuerdo, fui a verla al San Martín. En esa época yo vivía en un cuartito que le alquilaba a una señora en Recoleta, sobre la Plaza Vicente López.  Laburaba hasta las tres de la tarde, iba a la facultad y algunas noches retocaba los bocetos que colgaban en las paredes de mi cuarto. Cuando me fui tuve que pintar de blanco las cuatro paredes. La motricidad fina no era lo mío y era evidente que necesitaba moverme en espacios menos contenidos. Llegó el verano y me mudé a la casa de mis viejos, sólo por dos meses. Había decidido dejar de pintar figuras humanas pero así y todo ese enero mi vieja me hizo de modelo vivo. De esas sesiones me guardé un par, no porque valieran la pena sino por amor a la anécdota. El resto fue a parar a la basura. Mi vieja nunca vio nada porque las dos estábamos de acuerdo: ella,  tal vez por pudor propio, no quería verse y yo no tenía ganas de explicarle que eso era lo mejor que había podido hacer con ella. Después tuve varios maestros, conocí algunos “ismos” y, entre ellos,  lo que algunos llaman la neo-figuración o el expresionismo abstracto. Francis Bacon y compañía. Grandes hijos de puta, todavía me queman. Creía asimilarlos mientras seguía pintando una mierda tras otra. No sé qué era más frustrante, si aprender lo nuevo o desaprender lo poco que hasta ese momento había ido tomando de acá y de allá. Pinté sola un tiempo hasta que me lo topé a Lyssi en un barrilete de alto vuelo por la ciudad. A pesar de nuestra diferencia de edad -y de talentos- terminó siendo un gran amigo. Una de esas personas fundamentales que uno quisiera tener siempre cerca. Empecé a ir cada vez más seguido a su taller sobre la calle San Juan. Me sentaba en el piso mientras él, de espaldas, liquidaba un lienzo del tamaño de una pared. Pocas veces hablábamos de arte. Él no quería enseñarme nada, hacía rato que había dejado de dar clases pero debo decir que, entre otras cosas, a él le debo mis intentos con las texturas, el rechazo del color y los experimentos con materiales crudos. Lyssi hacía que los materiales hablaran y eso para mí era la revolución, pero la verdad es que yo ni siquiera era capaz de robar como se debe. Al poco tiempo me contrató para que dos veces a la semana fuera a lavarle los pinceles en una bacha que tenía al lado de la ventana. Debía darle pena, o tal vez disfrutaba al igual que yo de nuestras conversaciones. Como sea, a eso de las siete de la tarde largaba los trapos y bajaba a comprar una cerveza. La charla seguía al menos una hora más, el tiempo que me llevaba diluir los cascotes de pintura entre las cerdas. Cuando se tenía que ir de viaje, a veces me dejaba las llaves. Lyssi era un tipo austero, había tenido guita y se la había comido, pero igual muy pocas veces lo escuché quejarse. “Para que sepas”, me dijo un día medio furioso, “pinto porque no me queda otra que pintar, estoy jugado, no puedo hacer otra cosa”. Si era una pose no lo sé, de lo que estoy segura es que él detestaba las máscaras y eso era lo que me gustaba de nuestras charlas en San Juan. Lyssi me exigía, ante todo, poner mi real sobre la mesa y él también hacía su apuesta. Pero a diferencia de él, hoy sé que puedo no pintar. Puedo no escribir. Puedo dejar de hacer muchas de las cosas que hago. Sí, ¡Aleluya, soy libre!, sin embargo ¿quién dijo que elegir no es también doloroso? A veces me gustaría estar condenada a lo inevitable y dejar de mirar con recelo a todos los que no les queda otra que ser lo que son. Ahora bien, mis queridos compañeros de blog, con la escritura conste que solo me basta con apretar el botón.

M.C.C.

jueves, 27 de octubre de 2011

Conste

que tuve la iniciativa de subir lo de abajo y recién ahí vi el reproche grupal de M sobre lo muerto del blog. yo coincido. ¿quién da más?
(estos comentarios meta textuales parecen nuestros preámbulos o posfacios a la lectura en el taller. son un género en el que persistimos)
S

Soy un proyecto de Blogger


Me las ingenio para que todos mis deberes tengan forma escrita. Notas, textos o hasta listas de lo que tengo que hacer, pero siempre siento que tengo que escribir. La escritura es un eterno pendiente, aun después de haber escrito todo el día y varias horas de la noche.

Supongo que esto que estoy escribiendo ahora es lo que escribiría si tuviera un blog. No tengo. Bah, he abierto un par, pero no los seguí porque no estaba convencida de los nombres. Los nombres siempre fueron tan importantes para mí. Me acuerdo una vez que nos tomaban una composición en cuarto grado. Te daban una frase, vos seguías… fue tanto lo que tardé en elegir los nombres de los personajes que me quedé sin tiempo para la trama. Me lo tomaba como si estuviera decidiendo los nombres de mis hijos. Me fue bastante mal, y eso que ya entonces se suponía –no sé bien quién, pero alguien suponía- que escribir era lo mío. Una frustración enorme. Y quizá un antecedente de mi dificultad actual para dar con tramas. Como si no pasara nada. Será que naturalizo tanto todo –es lo que es, como me acaba de decir mamá de la suspensión de un viaje, y yo coincido- que después no hay acción… todo es lo que es, para qué contarlo. No sé. Me permito la duda porque, repito, escribo esto con la naturalidad de la blogger que no soy, de ese diario sobre la nada y sobre el todo, online y para quien guste servirse.

Anoche hablaba sobre algo de esto con una chica. Ella tiene un blog. Ella es escritora. No sé si cuando le preguntan su profesión, como a mí me la preguntaron ayer y pasada cierta perplejidad inicial porque estaba en un centro de estudios médicos y no recuerdo que me hayan preguntado antes mi ocupación en un lugar así; digo, pasada cierta sorpresa de la que tardé unos segundos en recuperarme, dije editora. No sé si esta chica diría, en la misma situación, que es escritora, pero yo sé que escribe, publicó una novela y según me contó se la están por publicar en España. Es escritora, qué duda cabe. Bueno, ella me contaba cuánto le sirve su blog. Y me aconsejaba que haga lo mismo. No te das cuenta y de golpe tenés un libro… dijo eso o algo así. Y sé que tiene razón. Hoy tuve un rato libre y fui a su blog. Ya lo había visitado alguna vez. Lo tenía en favoritos, carpeta blogs… más organizado  de lo que me acordaba… leí varios de los últimos posts, con especial interés en el de hoy, porque contaba parte de esta situación de ayer en la que coincidimos, una misa y una comida. Es muy loco de qué misa y qué comida se trataba. Era el cumpleaños de un muerto. Un muerto que era mi cuñado, un cuñado muy muy querido por mí, y amigo suyo, amigo en realidad del marido de esta chica, desde su infancia más tierna, amigo entrañable, amigo del alma, de verdad, y amigo de ella también a esta altura, o mejor dicho a la altura de la muerte de Coco, que fue hace algo más de seis meses. Y ayer Coco hubiera cumplido años, entonces se tuvo la feliz idea –no sé quién tuvo la idea, o si fueron varios en simultáneo- de recordarlo con una misa y después una comida en la casa de uno de sus hermanos. Además de la emoción que sentí en distintos momentos de la noche, me quedé muy conmovida por una cosa: lo convocante de este personaje, Coco, que ya muerto y con amistades varias, una familia grande, la propia y la política –ahí vengo a aparecer yo- sigue aglutinando a una multitud. Anoche éramos una verdadera multitud celebrando el cumpleaños de Coco, la vida de Coco, en realidad, porque como puse en Facebook el día que murió, él era un fan de la vida y se ve que a tal punto que todos lo recordamos unidos más allá de múltiples diferencias, y festejando. Su mujer, sus hijos, su madre, sus hermanos, sus amigos, sus primos, sus sobrinos, una horda de gente conversando alegremente bajo una luna y una tira de bombitas de colores en un jardín urbano, recordándolo en el día en que nadie hubiera querido dejar de estar con él.

Creo que llegué a Coco hablando del blog de esta chica, la escritora, que me cae super bien. Claro, fue eso, porque en la entrada de hoy ella hablaba de la misa. Contaba que había ido a una misa –no decía fui a una misa, decía fui a misa; yo, si hubiese tenido un blog y si hubiese contado el episodio, no habría dicho fui a misa, como quien lo dice un domingo, sino fui a una misa, recalcando el una porque se trataba de una ceremonia particular, con nombre y apellido, de hecho. Bueno, ella contaba que cuando era chica la misa se le hacía larga, y que en cambio ésta de ayer le había parecido corta. Y llamaba la atención sobre las canciones, sobre todo una que le había parecido larga y triste, no usaba la palabra tétrica pero a mí se me hace que esa fue la impresión que le quedó. Estoy segura de que sé a qué canción se refiere. Y he ahí otra diferencia. Porque es una canción muy linda, que me gustaba mucho en mis tiempos de misticismo ferviente, pero resulta que ayer las chicas que con gran voluntad tocaron la guitarra y se pusieron el coro en el hombro, no cantaron bien esa canción, no le dieron la forma alegre y poética que puede llegar a tener, que es como yo me la acordaba y como traté de cantarla, aunque si lo hacía muy a mi manera desentonaba notablemente con la voz cantante que eran ellas, el coro, así que me trataba de acoplar a su tono y a su ritmo resignando la linda versión de mi memoria. Así que no está mal la impresión de Inés –la escritora se llama Inés-, la canción sonó triste y, así cantada, no se entendía la letra, solo un lamento en el que sobresalían palabras lúgubres –templo, voz, clamar, angustia, caer, enemigo, librar, eso solamente en el estribillo-.

Habría que hacer un ejercicio. Los que comparten experiencias las cuentan en sus respectivos blogs. Versiones de la realidad complementadas con el amargor o el dulzor del café que cada uno se tomó a la mañana, las resonancias individuales de cada episodio, las asociaciones libres, las digresiones, las perspectivas. Definitivamente, voy a buscar algún nombre que me guste mucho y voy a empezar un blog. Quién sabe, en un tiempo escribí un libro y ni me di cuenta. Probablemente la sensación de escritura pendiente no me abandone, pero sí se aplaque la molestia.

Sol

miércoles, 26 de octubre de 2011

El estado de la cuestión


che, este blog está demasiado muerto, capaz que necesite un poco de rock.
Voy a empezar a tirar fru-fru, textos viejos, pedos alados, no se asusten.
Ahh, ¿literatura? pss, qué esperanza.
Van crudos, sin corrección, sino no subo nada... 
Bueno, ahí va algo.
Beijos

Trazos circulares (Relato de viaje II)



Había aceptado pagar ciento treinta rupias para ir al este de Delhi, del otro lado del río, justo después de cruzar el puente. No era la primera vez que iba hacia esa zona, por lo que sabía cuál era el valor de ese trayecto. Setenta, a lo sumo ochenta rupias, pero acá los rickshaw-drivers* no me dan tregua, y una y otra vez me hacen jugar a des-cifrar el enigma. Así como hace unos años India me enseñó a negociar hasta mostrar la dentadura, de a poco me fue convirtiendo en uno de esos perros que al comer se le caen los dientes. Perdí la magia para el bergain, eso es todo. Ser western se me está haciendo cada vez más extenuante, portación de rostro, y ya no tengo ganas de hacer como que negociamos de igual a igual pero finalmente pierdo. Mejor, ni repartamos las cartas, ya sé que tendrás escalera completa, más vale te doy los puntos. Hace calor, le dije al driver, ciento treinta rupias ok. Now, chalo, chalo, let´s go!
  
Además del sobreprecio que acababa de aceptar sin más excusa que el calor, sabía que en el camino vería un par de elefantes todavía con colmillos. En la capital de uno de los países con mayor índice de crecimiento, ellos pastan despreocupados por los pastizales que bordean el río. A fuerza de pasar una y otra vez y no dar crédito, un día descubrí que no estaban a la deriva: sobre el puente, el ojo del amo. A veces el cuidador duerme la siesta acostado sobre el cemento. Perder de vista un elefante en medio de la urbe se me hace casi inverosímil, a no ser que se meta al río y se de a la fuga pero ni el amo ni el esclavo parecen contar con esa posibilidad.

  Íbamos por Marakamba Road y el viento seco me pegaba en la cara, y qué cosa, hoy el tráfico está imposible. ¿Me parece a mí o cada vez hay más gente que trae y lleva, pone y saca, va y vuelve? Además de los objetos no identificados de siempre, ya se empiezan a ver una gran cantidad de autos modernos. “Las automotrices japonesas aterrizaron en India”, podría haber sido un titular del Hindus Times. Grises, negros, azul marino, todos iguales.  También camionetas, del estilo cuatro por cuatro, pero por ahora solo vienen en gris metal. Basta con ver la televisión local para notar el aumento del poder adquisitivo. De la mano de la revolución del Tupperware están las publicidades que muestran, por ejemplo, los beneficios de tener una heladera en casa. La madre entra a la cocina y abre una heladera con bordes plateados, pero la cámara no muestra qué es lo que tanto mira. Entra el hijo, en jeans nevados y chomba americana, y corre hacia la madre todavía envuelta en un saree tradicional. Ella se agacha un poco y abre los brazos, cree que se van a abrazar, pero el niño esquiva a la madre, se escabulle adentro del artefacto publicitado, saca algo que de nuevo no se muestra y sale corriendo por donde entró. Primer plano de la madre: comisura contraída hacia un costado. Madre comprensiva, madre permisiva. Así se empieza, the biggining of the end, pienso que pensó algún indio melancólico al ver  la propaganda de la heladera con bordes plateados por primera vez.

Íbamos por Marakamba Road y el viento seco me pegaba en la cara, pero no bien hacemos unos metros el tráfico vuelve a ponerse imposible. Delhi está superpoblada, pero como si no fuese suficiente en estos días se están jugando los Common Wealth Games, algo así como los juegos olímpicos asiáticos, y la cantidad de gente que se traslada de un estadio a otro es increíble. Extranjeros de piel blanca miran impacientes desde las ventanas de sus autos acondicionados, y yo en este rickshaw semi descapotable que justo se le dio por tomar la misma avenida que va hacia Indira Gandhi Stadium. Mi driver me dice don guory, madam, cuando terminen los juegos todo volverá a la normalidad, como si la normalidad de las calles de Delhi fuese  algo tranquilizador. Por qué no fui en subte, por qué.

El subte es la realidad paralela de las calles de esta ciudad. Aire acondicionado, pisos limpios, regularidad en el servicio, señalética para idiotas como yo, aunque también sospechosamente seguro. Al entrar, un policía me pasa un artefacto alrededor del cuerpo, después una mujer me palpa de armas y me indica que pase la cartera por un detector de metales. Todo este procedimiento con las ametralladoras al hombro, pero la verdad es que los policías indios no llegan a intimidarme. Los miro rápido a los ojos,  y se me ocurre que a más de uno le deben haber roto el corazón alguna vez. Por otra parte, tengo la idea de que sus armas no están cargadas, que este mes no hubo presupuesto para eso y que funcionan como placebos, elementos disuasorios parecidos a las filmadoras de los supermercados chinos.  Una vez adentro, voy al anden y espero el metro a la altura del primer vagón, el reservado para las mujeres. El cartel dice Ladies Only y, como es la realidad subterránea de Delhi, sólo se suben las mujeres. Me miran, las miro, las miro, me miran. Las vuelvo a mirar y así todo el recorrido.  Disfruto la desfachatez de las miradas silenciosas, pero estoy convencida de que no soy lo que ellas quieren ver. Pantalón sucio y una camisa talle XL, mancha de aceite incluida. No tengo aros, no tengo reloj, no tengo nada interesante para mostrar, pero igual miran. Me reprocho no estar vestida mejor y me prometo volver con un mejor outfit, pero eso nunca sucede. En cambio ellas me dan el espectáculo completo por eight rupies only. La de las pulseras, la del saree feo, el grupito de school girls con uniforme azul, la de la trenza perfecta, la del Salwar Kamisse rosa. Mientras vamos y vamos, pongo en mi reproductor aquellas canciones que me llevan bien arriba y me exigen, ante todo, resistir. Busco los hits preparados para ese momento y pongo el volumen al máximo. Afuera es una cámara de silencio. Empiezo con Calamaro, como para hacer el precalentamiento. Esta canción está bien, salvo por esa partecita que necesito abrir la boca y cantar, puse precio a mi libertad
y nadie quiso pagarlooo, pero por mucho que me guste, no es suficiente. Voy por más, me la juego y paso los temas de moda. Hay una que empieza tranquilito, rasgueo sostenido de guitarra eléctrica, all this feels strange and untrue, and I won't waste a minute without youuu, la batería va in crescendo, cada vez más fuerte, hasta que tell me that you oooopen youuur eeeyeees, los violines salen del closet, la guitarra estalla, el cuerpo me vibra, quiero mover los brazos, golpear el aire con mis palitos invisibles y que la batería suene a mi ritmo en mis oídos. No, no voy a resistir, pero sé que puedo, si ellos pueden yo también, ya termina, ya pasa, ya. Vuelve el rasgueo chiquito del principio y estoy bien, casi intacta. Afuera se abren la puertas, salen un par, entran otras. La dinámica de miradas sigue on and on, sin altibajos. Es que en India el mínimo gesto de espontaneidad no logra pasar inadvertido, se cobra miradas y lleva un buen tiempo darles sepultura. Cómo los muertos de una catástrofe natural, una vez bajo tierra siempre queda el rocío de una presencia rozándote la piel. Lo que rige, al menos en la vía pública, es una acotadísima licencia de expresión personal. Ensayo cómo sería vivir bajo sus cláusulas y en el intento un poco sufro. Ni siquiera me permito seguir el ritmo con el pie porque está claro que eso también está fuera del protocolo. No conforme, el que finalmente me ejecuta como el mejor verdugo es Freddy Mercury, con Dont Stop Me Now y ahora sí, respiro hondo y me entrego al señor, señal de la cruz invertida. Este tema no me da tiempo porque al rato el vagón empieza a ir más rápido que de costumbre, las luces titilan y yo me levanto de un salto, la gente se hace a un lado y avanzo por el pasillo  como Billy Elliot, I'm burning through the skies Yeah! two hundred degrees, that's why they call me Mister Fahrenheit, tengo el catsuit blanco de Freddy, la muñequera roja, la adrenalina me electrocuta las piernas, las gotas de transpiración salen disparadas como los fuegos artificiales de una noche inolvidable. Sí, es el vitoreo del público extasiado, Brian May hace su solo de guitarra, y ya al final me lanzo de rodillas al piso, deslizándome unos metros cual true rock star. La canción termina y abro los ojos. La de la trenza sigue ahí, leyendo, y desde el auto parlante Next Station: Nehru Place. Doors will open on the left. Please, mind the gap.

Estaba claro que no había tomado la decisión correcta al subirme a ese rickshaw, pero para ese entonces el driver se aviva y toma otra avenida menos transitada. Dimos unas vueltas y tomamos la calle del hotel Sangri-La hasta llegar a una rotonda. En esta ciudad hay muchas rotondas y estoy convencida que son la expresión del espíritu de este pueblo. Una vez adentro del remolino pareciera imposible escapar de su fuerza centrífuga. Una maraña de autos, rickshaws, bicicletas, gente corriendo al son del remolino intentando cruzar al otro lado de la calle.  Creo haber visto un capítulo de los Simpsons en el que Homero viene a India y entra con su auto en una de estas rotondas, pero es tal la cantidad de rodados que dan la vuelta que al caer la noche sigue ahí, girando como en una calesita. Pero la rotonda del hotel Sangri-La es bien diferente al resto. En su interior, el jardín me recuerda lo que podría haber sido el Edén de la narrativa bíblica. Delimitado por un cerco de hierro, brota un olimpo de hojas en forma de abanico, arbustos de verdes incandescentes, flores generosas y plantas de la lujuria. Una verdadera industria de la clorofila. Dentro de esa pequeña aureola de abundancia cualquier especie nueva podría fecundar, un vientre con transformador universal. Por lo general siempre hay algún que otro echado bajo la sombra de una parra, con las piernas en cruz, indiferente al infierno de los que giramos derredor. Por lo que se llega a ver, ellos descansan en un éxtasis de ocio y saciedad, sin embargo el huracán sólo permite un avistamiento fugaz, el latigazo de la luz de un faro en medio de la noche y se me hace que los paraísos son las ilusiones ópticas de los que andamos apurados.

Seguimos camino con algunos semáforos de por medio, aunque no todos parecen tener el mismo status. Frenamos sólo en algunos, pero después de casi morir unas cuantas veces ya no digo nada. Como mucho, se me escapa un gritito y a los drivers eso pareciera entusiasmarlos todavía más. Los semáforos son una de las tantas oportunidades en que los curiosos aprovechan para mirar a la occidental. Se asoman, adelantan su moto sólo para  verme y yo, con inexplicable egoísmo, me escabullo en el interior de mi rickshaw. Ya intenté taparme la cara con un pañuelo, al estilo beduina, pero descubrí que eso solo empeora las cosas. No soy rubia, no tengo ojos claros y estoy lejos de ser una belleza de almanaque. Por cómo ando vestida bien solo me faltan los bigotes, pero aún así no dejo de ser una especie de Briggite Bardot que fuma desnuda arriba de un buen par de tacos altos. Como sea, la cuestión es que tienen una habilidad especial para detectar que adentro de este rickshaw va la novia del dueño del circo, y siento que tengo una gracia que desconozco. Si estoy de humor, desde el rickshaw les pregunto ¿qué pasa? ¿todo bien?, y si no se dan por aludidos los miro desafiante a los ojos,  lo que acá ninguna mujer debiera hacer, y los retruco con un what´s so strange?, como si yo nunca los mirara del mismo modo en que ellos me miran. Algunos se incomodan y lo dejan ahí, pero los más insistentes no me sacan sus puñales de encima hasta que finalmente la luz verde me libera. Hacemos unos metros, más rotondas, algunas calles entrecortadas y otro semáforo en rojo, pero esta vez el driver sigue adelante sin ni siquiera aminorar la marcha. Cuando terminamos de esquivar una decena de autos y casi morir otras diez veces más, un policía aparece de atrás de un árbol y nos hace señas para que nos estacionemos en la banquina. Rápidamente el driver se pone la camisa reglamentaria y me pide que me quede adentro. Al rato vuelve un poco alterado y de abajo de su asiento saca una caja de latón, la abre, agarra lo que podrían ser documentos y se vuelve a ir. Veo que discuten, habla el policía, habla el driver, el policía no se agita pero el driver mueve las manos como si estuviera explicándole la teoría de la relatividad a un alumno rezagado. Al cabo de un rato, vuelve lagrimeando, guarda los papeles y le pregunto. Entre los sollozos entiendo que tendrá que pagar una multa de seiscientas rupias, que es la primera vez que lo sancionan en treinta años, que el rickshaw lo alquila y que con lo que gana apenas le alcanza para mantener a su familia. Trato de tranquilizarlo, le digo que todo va a estar bien, pero en inglés mis palabras suenan todavía más vacías. Se seca las lágrimas con el borde de la camisa y dice que las calles no debieran tener semáforo porque, aunque no parezca, me asegura, existen leyes silenciosas a las que todos obedecen. Or did we crash?, me pregunta y sin esperar respuesta sigue. Que ahora la policía está en las calles solo para que los diarios del mundo hablen bien de su país, pero cuando los CommonWealth Games se terminen y los medios extranjeros finalmente se larguen todo volverá a la normalidad. You, westerns, allways crazy about progress. Progress is only within our minds. Así y todo creo que alcancé a decir algo sobre las muertes inútiles y si bien me escuchó atento, él retomó la idea de las leyes imperceptibles. Cuando ya no tuve más qué decir, se tapó uno de los agujeros de la nariz y sopló con fuerza.  Después se arregló la camisa y, tras secarse una vez más los mocos sobre el asfalto, arrancó el motor y seguimos. A los pocos kilómetros cruzamos el puente. Solo alcancé a ver el reflejo de las nubes y un camión de carga flotando en el río.

M.





*Rickshaw: rodado motorizado de tres ruedas semi cubierto.