miércoles, 26 de octubre de 2011

Trazos circulares (Relato de viaje II)



Había aceptado pagar ciento treinta rupias para ir al este de Delhi, del otro lado del río, justo después de cruzar el puente. No era la primera vez que iba hacia esa zona, por lo que sabía cuál era el valor de ese trayecto. Setenta, a lo sumo ochenta rupias, pero acá los rickshaw-drivers* no me dan tregua, y una y otra vez me hacen jugar a des-cifrar el enigma. Así como hace unos años India me enseñó a negociar hasta mostrar la dentadura, de a poco me fue convirtiendo en uno de esos perros que al comer se le caen los dientes. Perdí la magia para el bergain, eso es todo. Ser western se me está haciendo cada vez más extenuante, portación de rostro, y ya no tengo ganas de hacer como que negociamos de igual a igual pero finalmente pierdo. Mejor, ni repartamos las cartas, ya sé que tendrás escalera completa, más vale te doy los puntos. Hace calor, le dije al driver, ciento treinta rupias ok. Now, chalo, chalo, let´s go!
  
Además del sobreprecio que acababa de aceptar sin más excusa que el calor, sabía que en el camino vería un par de elefantes todavía con colmillos. En la capital de uno de los países con mayor índice de crecimiento, ellos pastan despreocupados por los pastizales que bordean el río. A fuerza de pasar una y otra vez y no dar crédito, un día descubrí que no estaban a la deriva: sobre el puente, el ojo del amo. A veces el cuidador duerme la siesta acostado sobre el cemento. Perder de vista un elefante en medio de la urbe se me hace casi inverosímil, a no ser que se meta al río y se de a la fuga pero ni el amo ni el esclavo parecen contar con esa posibilidad.

  Íbamos por Marakamba Road y el viento seco me pegaba en la cara, y qué cosa, hoy el tráfico está imposible. ¿Me parece a mí o cada vez hay más gente que trae y lleva, pone y saca, va y vuelve? Además de los objetos no identificados de siempre, ya se empiezan a ver una gran cantidad de autos modernos. “Las automotrices japonesas aterrizaron en India”, podría haber sido un titular del Hindus Times. Grises, negros, azul marino, todos iguales.  También camionetas, del estilo cuatro por cuatro, pero por ahora solo vienen en gris metal. Basta con ver la televisión local para notar el aumento del poder adquisitivo. De la mano de la revolución del Tupperware están las publicidades que muestran, por ejemplo, los beneficios de tener una heladera en casa. La madre entra a la cocina y abre una heladera con bordes plateados, pero la cámara no muestra qué es lo que tanto mira. Entra el hijo, en jeans nevados y chomba americana, y corre hacia la madre todavía envuelta en un saree tradicional. Ella se agacha un poco y abre los brazos, cree que se van a abrazar, pero el niño esquiva a la madre, se escabulle adentro del artefacto publicitado, saca algo que de nuevo no se muestra y sale corriendo por donde entró. Primer plano de la madre: comisura contraída hacia un costado. Madre comprensiva, madre permisiva. Así se empieza, the biggining of the end, pienso que pensó algún indio melancólico al ver  la propaganda de la heladera con bordes plateados por primera vez.

Íbamos por Marakamba Road y el viento seco me pegaba en la cara, pero no bien hacemos unos metros el tráfico vuelve a ponerse imposible. Delhi está superpoblada, pero como si no fuese suficiente en estos días se están jugando los Common Wealth Games, algo así como los juegos olímpicos asiáticos, y la cantidad de gente que se traslada de un estadio a otro es increíble. Extranjeros de piel blanca miran impacientes desde las ventanas de sus autos acondicionados, y yo en este rickshaw semi descapotable que justo se le dio por tomar la misma avenida que va hacia Indira Gandhi Stadium. Mi driver me dice don guory, madam, cuando terminen los juegos todo volverá a la normalidad, como si la normalidad de las calles de Delhi fuese  algo tranquilizador. Por qué no fui en subte, por qué.

El subte es la realidad paralela de las calles de esta ciudad. Aire acondicionado, pisos limpios, regularidad en el servicio, señalética para idiotas como yo, aunque también sospechosamente seguro. Al entrar, un policía me pasa un artefacto alrededor del cuerpo, después una mujer me palpa de armas y me indica que pase la cartera por un detector de metales. Todo este procedimiento con las ametralladoras al hombro, pero la verdad es que los policías indios no llegan a intimidarme. Los miro rápido a los ojos,  y se me ocurre que a más de uno le deben haber roto el corazón alguna vez. Por otra parte, tengo la idea de que sus armas no están cargadas, que este mes no hubo presupuesto para eso y que funcionan como placebos, elementos disuasorios parecidos a las filmadoras de los supermercados chinos.  Una vez adentro, voy al anden y espero el metro a la altura del primer vagón, el reservado para las mujeres. El cartel dice Ladies Only y, como es la realidad subterránea de Delhi, sólo se suben las mujeres. Me miran, las miro, las miro, me miran. Las vuelvo a mirar y así todo el recorrido.  Disfruto la desfachatez de las miradas silenciosas, pero estoy convencida de que no soy lo que ellas quieren ver. Pantalón sucio y una camisa talle XL, mancha de aceite incluida. No tengo aros, no tengo reloj, no tengo nada interesante para mostrar, pero igual miran. Me reprocho no estar vestida mejor y me prometo volver con un mejor outfit, pero eso nunca sucede. En cambio ellas me dan el espectáculo completo por eight rupies only. La de las pulseras, la del saree feo, el grupito de school girls con uniforme azul, la de la trenza perfecta, la del Salwar Kamisse rosa. Mientras vamos y vamos, pongo en mi reproductor aquellas canciones que me llevan bien arriba y me exigen, ante todo, resistir. Busco los hits preparados para ese momento y pongo el volumen al máximo. Afuera es una cámara de silencio. Empiezo con Calamaro, como para hacer el precalentamiento. Esta canción está bien, salvo por esa partecita que necesito abrir la boca y cantar, puse precio a mi libertad
y nadie quiso pagarlooo, pero por mucho que me guste, no es suficiente. Voy por más, me la juego y paso los temas de moda. Hay una que empieza tranquilito, rasgueo sostenido de guitarra eléctrica, all this feels strange and untrue, and I won't waste a minute without youuu, la batería va in crescendo, cada vez más fuerte, hasta que tell me that you oooopen youuur eeeyeees, los violines salen del closet, la guitarra estalla, el cuerpo me vibra, quiero mover los brazos, golpear el aire con mis palitos invisibles y que la batería suene a mi ritmo en mis oídos. No, no voy a resistir, pero sé que puedo, si ellos pueden yo también, ya termina, ya pasa, ya. Vuelve el rasgueo chiquito del principio y estoy bien, casi intacta. Afuera se abren la puertas, salen un par, entran otras. La dinámica de miradas sigue on and on, sin altibajos. Es que en India el mínimo gesto de espontaneidad no logra pasar inadvertido, se cobra miradas y lleva un buen tiempo darles sepultura. Cómo los muertos de una catástrofe natural, una vez bajo tierra siempre queda el rocío de una presencia rozándote la piel. Lo que rige, al menos en la vía pública, es una acotadísima licencia de expresión personal. Ensayo cómo sería vivir bajo sus cláusulas y en el intento un poco sufro. Ni siquiera me permito seguir el ritmo con el pie porque está claro que eso también está fuera del protocolo. No conforme, el que finalmente me ejecuta como el mejor verdugo es Freddy Mercury, con Dont Stop Me Now y ahora sí, respiro hondo y me entrego al señor, señal de la cruz invertida. Este tema no me da tiempo porque al rato el vagón empieza a ir más rápido que de costumbre, las luces titilan y yo me levanto de un salto, la gente se hace a un lado y avanzo por el pasillo  como Billy Elliot, I'm burning through the skies Yeah! two hundred degrees, that's why they call me Mister Fahrenheit, tengo el catsuit blanco de Freddy, la muñequera roja, la adrenalina me electrocuta las piernas, las gotas de transpiración salen disparadas como los fuegos artificiales de una noche inolvidable. Sí, es el vitoreo del público extasiado, Brian May hace su solo de guitarra, y ya al final me lanzo de rodillas al piso, deslizándome unos metros cual true rock star. La canción termina y abro los ojos. La de la trenza sigue ahí, leyendo, y desde el auto parlante Next Station: Nehru Place. Doors will open on the left. Please, mind the gap.

Estaba claro que no había tomado la decisión correcta al subirme a ese rickshaw, pero para ese entonces el driver se aviva y toma otra avenida menos transitada. Dimos unas vueltas y tomamos la calle del hotel Sangri-La hasta llegar a una rotonda. En esta ciudad hay muchas rotondas y estoy convencida que son la expresión del espíritu de este pueblo. Una vez adentro del remolino pareciera imposible escapar de su fuerza centrífuga. Una maraña de autos, rickshaws, bicicletas, gente corriendo al son del remolino intentando cruzar al otro lado de la calle.  Creo haber visto un capítulo de los Simpsons en el que Homero viene a India y entra con su auto en una de estas rotondas, pero es tal la cantidad de rodados que dan la vuelta que al caer la noche sigue ahí, girando como en una calesita. Pero la rotonda del hotel Sangri-La es bien diferente al resto. En su interior, el jardín me recuerda lo que podría haber sido el Edén de la narrativa bíblica. Delimitado por un cerco de hierro, brota un olimpo de hojas en forma de abanico, arbustos de verdes incandescentes, flores generosas y plantas de la lujuria. Una verdadera industria de la clorofila. Dentro de esa pequeña aureola de abundancia cualquier especie nueva podría fecundar, un vientre con transformador universal. Por lo general siempre hay algún que otro echado bajo la sombra de una parra, con las piernas en cruz, indiferente al infierno de los que giramos derredor. Por lo que se llega a ver, ellos descansan en un éxtasis de ocio y saciedad, sin embargo el huracán sólo permite un avistamiento fugaz, el latigazo de la luz de un faro en medio de la noche y se me hace que los paraísos son las ilusiones ópticas de los que andamos apurados.

Seguimos camino con algunos semáforos de por medio, aunque no todos parecen tener el mismo status. Frenamos sólo en algunos, pero después de casi morir unas cuantas veces ya no digo nada. Como mucho, se me escapa un gritito y a los drivers eso pareciera entusiasmarlos todavía más. Los semáforos son una de las tantas oportunidades en que los curiosos aprovechan para mirar a la occidental. Se asoman, adelantan su moto sólo para  verme y yo, con inexplicable egoísmo, me escabullo en el interior de mi rickshaw. Ya intenté taparme la cara con un pañuelo, al estilo beduina, pero descubrí que eso solo empeora las cosas. No soy rubia, no tengo ojos claros y estoy lejos de ser una belleza de almanaque. Por cómo ando vestida bien solo me faltan los bigotes, pero aún así no dejo de ser una especie de Briggite Bardot que fuma desnuda arriba de un buen par de tacos altos. Como sea, la cuestión es que tienen una habilidad especial para detectar que adentro de este rickshaw va la novia del dueño del circo, y siento que tengo una gracia que desconozco. Si estoy de humor, desde el rickshaw les pregunto ¿qué pasa? ¿todo bien?, y si no se dan por aludidos los miro desafiante a los ojos,  lo que acá ninguna mujer debiera hacer, y los retruco con un what´s so strange?, como si yo nunca los mirara del mismo modo en que ellos me miran. Algunos se incomodan y lo dejan ahí, pero los más insistentes no me sacan sus puñales de encima hasta que finalmente la luz verde me libera. Hacemos unos metros, más rotondas, algunas calles entrecortadas y otro semáforo en rojo, pero esta vez el driver sigue adelante sin ni siquiera aminorar la marcha. Cuando terminamos de esquivar una decena de autos y casi morir otras diez veces más, un policía aparece de atrás de un árbol y nos hace señas para que nos estacionemos en la banquina. Rápidamente el driver se pone la camisa reglamentaria y me pide que me quede adentro. Al rato vuelve un poco alterado y de abajo de su asiento saca una caja de latón, la abre, agarra lo que podrían ser documentos y se vuelve a ir. Veo que discuten, habla el policía, habla el driver, el policía no se agita pero el driver mueve las manos como si estuviera explicándole la teoría de la relatividad a un alumno rezagado. Al cabo de un rato, vuelve lagrimeando, guarda los papeles y le pregunto. Entre los sollozos entiendo que tendrá que pagar una multa de seiscientas rupias, que es la primera vez que lo sancionan en treinta años, que el rickshaw lo alquila y que con lo que gana apenas le alcanza para mantener a su familia. Trato de tranquilizarlo, le digo que todo va a estar bien, pero en inglés mis palabras suenan todavía más vacías. Se seca las lágrimas con el borde de la camisa y dice que las calles no debieran tener semáforo porque, aunque no parezca, me asegura, existen leyes silenciosas a las que todos obedecen. Or did we crash?, me pregunta y sin esperar respuesta sigue. Que ahora la policía está en las calles solo para que los diarios del mundo hablen bien de su país, pero cuando los CommonWealth Games se terminen y los medios extranjeros finalmente se larguen todo volverá a la normalidad. You, westerns, allways crazy about progress. Progress is only within our minds. Así y todo creo que alcancé a decir algo sobre las muertes inútiles y si bien me escuchó atento, él retomó la idea de las leyes imperceptibles. Cuando ya no tuve más qué decir, se tapó uno de los agujeros de la nariz y sopló con fuerza.  Después se arregló la camisa y, tras secarse una vez más los mocos sobre el asfalto, arrancó el motor y seguimos. A los pocos kilómetros cruzamos el puente. Solo alcancé a ver el reflejo de las nubes y un camión de carga flotando en el río.

M.





*Rickshaw: rodado motorizado de tres ruedas semi cubierto.

2 comentarios:

  1. Buenísimo M! Esto puede ser otro libro. Al final todos tus affaires -los comerciales y los intelectuales- se van a terminar retroalimentando...
    S

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  2. Retroalimentándose o comiéndose unos a otros. Por el momento sobre el campo de batalla hay dos heridos.

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