miércoles, 28 de diciembre de 2011

La cuarta dimensión



Su oficio era escribir casas. Con el fruto del trabajo de arquitectos, ingenieros, maestros mayores de obras, decoradores, paisajistas o directamente dueños, ella armaba historias (historias verdaderas: aunque hubiera podido hacerlo, jamás inventaba). Lo que para los hacedores de espacios era la meta final, para ella constituía el punto de partida, la materia prima de su producción personal.

El proceso era complejo y el primer paso consistía en obtener la información acerca de la morada en cuestión. Con ese fin entrevistaba a profesionales y ocupantes pero, al que verdaderamente interrogaba, era al espacio, recorriéndolo cuando cabía lo presencial, escudriñando planos, fotografías, renders y todo tipo de imágenes cuando la visita era virtual. Le fascinaba interpelar al espacio, seducirlo y conquistarlo para después acorralarlo con signos de pregunta hasta arrancarle confesiones que en el inicio hubieran parecido imposibles de obtener.

Con las respuestas en mano, la tarea recién comenzaba. Y la cosa nunca era sencilla, porque de manera natural se había autoimpuesto el mandato de dar con la clave de cada sitio que retrataba y de convertir esa cifra en el núcleo de su relato. Por eso ninguna historia se parecía a otra y también por eso sus cuentos jamás eran lineales. Contentarse con una descripción literal del lugar le hubiera resultado lisa y llanamente un sacrilegio.

En el tránsito entre la casa y su representación lingüística mediaba una mirada, la suya, que agregaba al territorio real una especie de cuarta dimensión. En una doctrina que había ido forjando con el correr de los encargos, cada casa amparaba un universo con reglas propias. Acceder a ese código era el principio de la escritura; una vez que daba con el hilo, la tarea estaba prácticamente resuelta. Solo restaban los detalles: tal o cual adjetivo, este título que había pensado mientras soñaba en vez del que había surgido en el primer borrador. Así transcurrían sus días y sus noches, en un juego que combinaba interpretación y construcción, sobre el tablero de la página en blanco y con la ilimitada serie de piezas que constituyen las ideas y el lenguaje.

*****

Aquella noche escribió una casa blanca, fresca, diseñada para la serenidad. En un viaje de imágenes recorrió sus rincones y les buscó las palabras adecuadas. Superpuso a sus contornos los del texto e intentó que coincidieran punto por punto, como cuando se calca un mapa. Al final, lo intangible de la casa quedó atrapado en algún lugar de ese plano escrito. Un misterio que le encanta.

Otra historia, la de un sueño de infancia convertido en obsesión. Narró la confianza de la clienta en el proyectista, su entrega ilimitada –tiempo, dinero, intimidad, la obsesión misma, ¿qué más?–. Delineó el avance de la idea hacia su forma material. Le prestó frases al sueño cumplido y a un vínculo indisoluble, el de la soñadora y el intérprete, lacrado bajo un techo plano como la llanura que lo circunda.

Otra vez escribió otra casa. Un valioso ejemplar sobre la barranca al río. Preciosa en esencia, oculta su belleza bajo revestimientos presumidos. Un trabajo de restauración paciente y jubiloso buscó devolverle la gracia olvidada; una tarea arqueológica de la que ella dio cuenta con esmero. Habló de desnudar estructuras, de actuar por capas, de adornar vaciando. De la operación de dejar que la luz y el silencio se apoderaran del espacio y del sentido. Viajó al origen. En muchos momentos del proceso, sintió que diseñar y escribir son verbos de la misma familia.

También estuvo el caso del retrato de un autorretrato. El departamento del expatriado era un sueño. El lo rompió y lo hizo de vuelta, moldeándolo como alfarero, logrando que la huella de calidad impregnada en el original se mantuviera intacta pese al desmantelamiento. Con colores, muebles y obras de arte creó climas, metió espíritu bacanal, esparció un perfume concentrado a turbulencia nocturna. En admirable traslación, introdujo todo el mundo que lleva trotado. Le hizo una gran vitrina a su yo, con molduras y doble vidrio. Las copas de los árboles rozan los balcones franceses y le hacen cosquillas.

Distinto era el caso del acopiador compulsivo. Lo suyo no era amor propio sino amor por los objetos. Ella nunca había visto cosa igual. Vos atesorás hasta el desborde, le dijo en un momento a su anfitrión mientras esquivaba santos sobre libros sobre mesitas oscuras sobre el piso eterno de madera. El coleccionaba de todo, especialmente imaginería religiosa, objetos históricos –el sable del abuelo del prócer, retratos grandes y chiquitos con marcos antiguos, cortinados originales de la gran Opera citadina-. La cosa ahí versaba entre la historia y la fábula, y a lo que no tenía historia él se la sabía dar, con algo de imaginación y mucho de pátinas y otros tratamientos. Un habilidoso del tiempo. Conventillo con siglo y medio de vida en el corazón del casco viejo, la casa era parte del cuento. Pura coherencia entre continente y contenido (ella disfruta con ese tipo de concordancias, dice que le sirven para escribir). Después supo que cuando se publicó su casa, él la puso en uno de sus marcos dorados a la hoja: triple obra de arte que colgó en su santuario pagano. Una puesta en abismo inquietante.

Y del acopiador a la pareja de coleccionistas: arte contemporáneo y artes aplicadas de la China antigua, acumulación pero de categoría –el nivel de objetos determina castas de poseedores y al final todo se hace el mismo polvo, ellos y sus cosas–. Para escribir esa casa ella eligió ensamblar dos historias, la de amor igualitario de los moradores y la del armado paciente, escrupuloso, de la colección de arte. Con cada aniversario un cuadrito nuevo, una esfera del escultor que nos prendió fuego en la última Art Basel, un potiche celadón dinastía Ming con que celebro tu compañía, y así el lugar se fue poblando amorosamente de obras. Ella fue, miró y escuchó y con esas tramas urdió otra trama, la de ese museo íntimo y descomunal.

Un día escribió la casa de aquel personaje que portaba ilimitados personajes dentro de sí. Afuera, pura calma suburbana. Puertas adentro del chalet californiano, un torbellino sórdido de gente entrando y saliendo, despertándose y comiendo; mascotas, la televisión a todo volumen y sustancias prohibidas entre canastas de galletitas de todos colores sobre la mesa de la cocina. En el centro de la escena, él y su talento, sin pelucas ni pruritos. Esa vez la operación consistió en describir al objeto de su mirada –el chalecito atiborrado hasta la náusea (cristales de Murano, jaulas de canarios, repisas con recuerdos)– en el set de la vida privada del artista rotundo y genial que lo habitaba. Luz, cámara, acción.


Cuando le tocó aquel petit hotel en pleno centro, una ley acababa de salvarlo de la demolición. Sin duda por su hechura portentosa y su jardín de leyenda merecía seguir en pie; pero fundamentalmente era la ciudad la que merecía seguir contándolo entre sus edificios emblemáticos de tiempos más sólidos. Ella se comprometía con esas causas, y entonces a la escritura le agregaba la cuota de bandera necesaria en las cruzadas de cualquier tipo. Pero se cuidaba de matizar los términos duros –patrimonio, piqueta, preservación– para no hastiar a lectores menos comprometidos. No fue al visitar la casa sino después, de noche, en su escritorio, cuando se sentó a ponerla en palabras, que comprendió lo esencial. Plagado de reliquias de todas las épocas y culturas (chinoiseries, muebles victorianos o de la colonia americana, máscaras precolombinas y, aquí y allá, alguna pieza de diseño italiano del siglo XX), en el interior se disipaba la noción del tiempo. Un cuándo se hacía ahí imposible. Y lo mismo sucedía afuera, en el jardín, con las precisiones de espacio: nada en ese remanso de silencio verde denotaba conexión con la frenética urbe de la que era parte. Un punto por fuera de las coordenadas de tiempo y de espacio. Una utopía. Eso fue lo que ella escribió.

*****

A poco de iniciarse en el arte de escribir las casas de otros, empezó a imaginarse cómo sería la suya. De sus conversaciones con diseñadores de especialidades varias –casas y edificios, interiores, jardines, objetos, textiles: llevaba visitados todos los rubros– había aprendido la inteligencia del lenguaje moderno y también el encanto de la forma contemporánea –que básicamente reside en eso mismo, su condición vigente, y que a los ojos de muchos vuelve a sus cultores los únicos habitantes dignos de esta era–.  Pero en su interior palpitaba cierto clasicismo que, a pesar de las enseñanzas de despojo y funcionalidad, la hacía admirar lo antiguo de calidad.

Algunas veces, entonces, su imaginación habitaba una casa completamente blanca, con escasas interrupciones a la vista, arte actual y algún mueble antiguo como prueba de su amor por la historia. Pero aparecía algún inconveniente, la alfombra inmaculada se manchaba con café o de pronto no se identificaba con la pintura abstracta del living. El sueño se desvanecía desalentando cualquier ilusión de retorno al paraíso zen.

En otras ocasiones su casa tenía aires provenzales, pisos de piedra y calcáreos, sillones con tapizados de flores, mesas de campo de maderas nobles y recovecos en los que ella dejaba perder sus cosas, en una ficción de desorden que no terminaba de creerse.

Otras veces, las menos, levantaba una casa en un árbol, con lo justo y necesario. Ese refugio primitivo la transportaba a los de su infancia, cuando se imponía un número de elementos –cuatro, por ejemplo– y solo se mudaba, fantasía de mundo en miniatura mediante, con lo imprescindible: una manta, una taza de juguete, un libro de cuentos, una muñeca. Adónde era lo de menos: podía ser abajo de la mesa del comedor, al balcón, la bañadera o atrás de un sillón, según la caída de la luz, el nivel de aislamiento que imponía el día y otras variables así de aleatorias. La guarida en el árbol conjugaba aquella ilusión de síntesis con sus aprendizajes recientes sobre construcción sustentable: maderas de bosques controlados, reaprovechamiento del agua, uso de energía solar, aislación térmica adecuada. Desde la terraza de la cabaña, a fuerza de carácter pionero y desapego de los lujos de la civilización, ella se volvía un personaje fascinante que valía la pena entrevistar. Pero el divismo le duraba un suspiro, tampoco acababa de comprar esa fábula.

Un día cayó en la cuenta de la razón de su incomodidad con todas las tipologías de casas, incluyendo la que ocupaba en la vida real, que no la representaba ni un poco. Su lugar eran las palabras. En ese terreno ella sabía demoler y edificar, restaurar, sustraer, reformar, ornamentar, pulir. Esa era su arena. Si en la esfera real el minimalismo la juzgaba, el eclecticismo la excluía y el exotismo la enajenaba, en el nivel de la representación era ella la que dominaba a los ismos.

La comprensión la descorazonó. Pero se sobrepuso y así, sin pretensiones de palacios, torres ni siquiera cuartos propios, se limitó a morar en el lenguaje y a hacer lo que sabía hacer: escribir casas. Que para construirlas y habitarlas estaban los otros.

 sol

1 comentario:

  1. volví a leer este texto, y una vez más bravo,
    en serio,
    hay algo de melancolía del tiempo que me pega,
    creo que no podría modificarle nada, ni sacarle ni ponerle,
    este texto es lo que es,
    y eso para mí es mucho.
    m.

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