jueves, 15 de diciembre de 2011

Crónica de una nube que se desdibuja en el tiempo


Vuelvo y revivo la mezcla de excitación e incertidumbre de todo backpacker al salir a la ruta de nuevo. El bus celeste, el asiento que no se reclina, el vaivén del camino, las paradas en medio de la nada para hacer lo que urge a campo abierto. El turista que te chamuya con dedicación y horas más tarde lo ayudás a vomitar adentro de una bolsa de plástico. Vamos a Mc Leod Ganj, lugar de residencia de una de las comunidades tibetanas más grandes que existen; tibetanos que hace más de cincuenta años debieron refugiarse en el norte de India porque un buen día a China se le ocurrió invadir Tíbet y convertirla en una de sus tantas provincias. Además de mosquitos, en mi bus hay al menos ocho monjes budistas. Subieron todos juntos, con sus cabezas rapadas, sus túnicas color bordeaux y sus never ending smiles. Saber que viajo con aspirantes a Budha me tranquiliza, aunque todavía no entienda muy bien qué significa para ellos ese príncipe dorado cruzado de piernas. Lejos de esa relación de amor-odio que tengo con los indios, confieso que a los tibetanos les guardo un especial cariño, por su lucha por la soberanía de Tíbet y la conservación de su cultura, pero principalmente por sus características como personas, ya sean aspirantes al nirvana o no. Los tibetanos no tiene rebusques ni cascabeles multicolores. Se me hacen calmos, respetuosos y con un sentido común muy por encima de la media. Con ese temple rústico de gente criada entre montañas, sonríen como si su sonrisa tuviera el poder de cambiar el mundo. Si lo logran o no, tal vez no importe demasiado. De lo único que estoy segura es que provocan un efecto espejo, al menos en mí. 

     Después de una noche interminable intentando dormir en un ángulo de noventa grados, llegamos al pueblo de refugiados a los pies del Himalaya. Esa mañana hacía frío, todavía no había salido el sol. Deambulé un rato con la mochila en la espalda hasta que encontré un puesto abierto que aseguraba vender pan alemán. Cuando se hicieron las siete empecé a subir la montaña, gracias a las indicaciones de una vecina con una escoba de paja en la mano. Llegué más rápido de lo que creía y pese al sueño disfruté la caminata en el bosque, salvo por aquellas ocasiones en las que algún mono me interrumpía el paso y tenía que esperar, entre asustada y divertida, hasta que finalmente dejara de mirarme y se corriera. Tal como me lo había anticipado la tibetana, el camino desapareció de un machetazo y ahora frente mío aparecía una flecha de madera con un cartel que decía “Tushita Meditation Center”. Apoyé la mochila sobre una roca y antes de entrar me tomé de un saque la Coca-Cola que me había comprado en el pueblo para despedir mi libertad.

     Tuve tiempo de dar una vuelta por las instalaciones y noté que se trataba de una especie de aldea con una distribución concéntrica. En el centro, lo que debía de ser el templo principal y a sus alrededores, diferentes construcciones: la biblioteca, el comedor, las salas de meditación, los refugios de madera donde viven los monjes. Ladera abajo, bosque; ladera arriba, todavía más bosque.  Si bien todo olía a austeridad, la atmósfera era alegre y el colorido de las banderas típicamente budistas colgaban de los árboles, entrecruzándose en el aire como si allá arriba alguien estuviera a punto de jugar al elástico. Entre las rendijas de los colores, los picos nevados encandilaban el horizonte.

Una vez en las oficinas, el procedimiento fue burocráticamente eficiente. Llené dos formularios en los que, además de responder preguntas acerca de mi salud mental  y física, acepté las condiciones que el lugar exigía para incorporarme como alumna del curso “Introducción al Budismo”. Durante mi estadía no debía matar ni siquiera una hormiga, no podía mentir bajo ninguna circunstancia ni tampoco consumir sustancias tóxicas y/o alucinógenas. Me quedaría hasta que el curso terminara y a partir de ese momento debía guardar silencio absoluto, con excepción de las sesiones de discusión abierta que duraban solo una hora por día.  En el pie del segundo formulario, bajo el título “Karma Yoga Job”, decía que aceptaría cualquier trabajo que se me asignara en vistas de asegurar el mantenimiento del lugar. Ese era el panorama de mis próximas dos semanas. Bueno, qué tanto, pensé. Me prestaron una birome y firmé, al lado mío otros occidentales hacían lo mismo. Acto seguido, entregué mi pasaporte junto con mis objetos de valor y me puse en la cola para que me dijeran cuál era mi trabajo karmático. Para ese entonces yo había conjugado la palabra “karma” al estilo “karma police”o “esa materia es mi karma”, y está claro que no tenía ninguna razón para se me disparara la alarma. Mucho menos sabía lo que significaba "yoga karmática", y así y todo tampoco estoy segura de haberlo entendido, más que nada porque el tipo de trabajo que se me asignó no me facilitó mucho las cosas. Por lo que llegué a escuchar, los trabajos eran variados: regar las plantas, lavar los platos, darle de comer a los perros, apagar luces, cambiar las ofrendas en el altar de Budha o ahuyentar a los monos para que no se acercaran a la cocina. Al llegar mi turno, el monje agarró su listado y con una sonrisa de océano me dijo: “bathrruuums!”. Reaccioné bastante bien porque recuerdo haber sonreído lo mismo que él, haber dicho ok con la cabeza y darme la vuelta como si nada. La felicidad del ignorante.

  A grandes rasgos, el día se estructuraba en lecciones sobre conceptos duros de la filosofía budista y meditaciones guiadas en las que se intentaba lograr una experiencia consciente de lo aprendido en las lecciones teóricas. A la tarde hacíamos una hora de yoga y una hora de discusión abierta sobre el tema del día, en donde por fin se nos permitía hablar. Después de unos minutos de prudencia discutiendo, por ejemplo, el fenómeno de la reencarnación, nos interrumpía la ansiedad de conocernos, saber nuestras historias, cómo, cuándo, por qué. Parecíamos potros salvajes galopando palabras hasta que sonaba el gong y otra vez al silencio, con un centenar de preguntas  para el otro día.   

     Entre mis compañeros había indios, israelitas, europeos, americanos, musulmanes,   protestantes, ascetas, japoneses taoístas y también un par de agnósticos como yo. Por lo pronto, en mi grupo de discusión diaria tenía a la colombiana-buena-onda, instructora de yoga; dos teenagers suecas que viajaban en un programa de intercambio cultural; el francés, Philippe-hippie-viejo, tatuado desde el empeine hasta el cráneo, con un historial de drogas para el campeonato y en busca de un nuevo giro; el húngaro-manos-agrietadas, pesquero de profesión, muy tímido; y entre otros tantos, dos personajes dignos de nuevos párrafos.

     Manyula: de nacionalidad india y practicante –con algunas reservas– del hinduismo. Treinta y pico de años, con el pelo a la altura de las orejas aunque con vestimenta local. Había vivido en Ohio el tiempo suficiente para que cuando su marido decidiera que volverían a vivir entre vacas sagradas intentara sin éxito suicidarse, agravado por el pequeño detalle de haber descubierto que la engañaba, según fuentes confiables, con su mejor amiga de la infancia. Estaba medicada y decía que no buscaba una nueva religión, sino unos días fuera de casa. Jamás había ido a bailar, a pesar de haber vivido casi una década en Estados Unidos. Al tercer día le prometí que iríamos juntas a una disco club, siempre y cuando algún día la improvisación de mi viaje me llevara hasta orillas de Chennai. Nunca fui a Chennai, pero un año más tarde volvería a India y me encontraría con Manyula en una esquina, a pocas cuadras de uno de los mejores bares de Pahar Ganj.

     Sin embargo mi preferido era Iluminado por el Fuego. Pese a que estaba permitido durante las sesiones de discusión abierta, Iluminado por el Fuego se resistía a hablar, por lo que no me quedó otra que observarlo. Recién el último día supe que se llamaba David. Era evidente que no superaba los veinte años y parecía el prototipo perfecto del Adonis: rubio, ojos celestes y esa particular mirada que se tiene cuando se observa durante mucho tiempo una bombita de luz encendida. Las veinticuatro horas en éxtasis prolongado, por supuesto que sin ayuda de ningún estimulante. Lo que parecía inspirarlo era el ambiente, las lecciones, en definitiva, toda la experiencia. Alumno perfecto hasta en exceso, insistía en comunicarse a través de su cuaderno de notas, incluso cuando en una ocasión un monje se le acercó para corroborar ciertos datos sobre su pasaporte. Durante las sesiones de discusión abierta se abstenía de hablar, sólo escuchaba aunque tampoco estaba segura de que lo hiciera. De todos modos, yo creía entender su esfuerzo. A veces nuestro cerebro funciona como un tape-recorder, graba todo lo que decimos y después reproduce nuestros dichos varias veces, no sólo de la manera en que salieron de nuestra boca sino también de las múltiples maneras que nos hubiera gustado decirlos. Nuestras palabras se vuelven ecos en el túnel de nuestro cerebro y no hablar parece una buena técnica si lo que buscamos es vaciarnos un poco de contenido. Pero era una constante, Iluminado por el Fuego seguía a rajatabla las indicaciones y convertía en precepto la más mínima sugerencia que se nos hacía.  A partir del segundo día empezó a imitar la enigmática sucesión de postraciones que el monje hacía antes de empezar las clases. Sin reparar en la falta de espacio entre unos y otros, su obstinación nos obligaba –a quienes nos sentábamos cerca– a levantar nuestros petates para que al menos cuatro veces al día él pudiera echarse cuerpo a tierra ante la estatua de Budha. Realmente no era práctico, pero para Iluminado por el Fuego no había límites. Un día, en una de las meditaciones inducidas, a cada uno se nos entregó un pedazo de pan del tamaño de un dado y durante cuarenta minutos experimentamos, a ojos cerrados y siguiendo las indicaciones del monje, todos sus escorzos, su textura, su olor, su finísimo ruido al rozarlo con los dedos y finalmente su sabor. La idea era convertir una experiencia cotidiana en un suceso único, intentando olvidar cualquier experiencia previa. Se suponía que durante los últimos quince minutos debíamos mantenerlo entre el paladar y la lengua, pero a los pocos minutos la tentación fue más fuerte y no me quedó ni una miga para el recuerdo. Fue un buen ejercicio, aunque al final un poco tortuoso. Después de esa meditación, sonó el gong para ir a comer y creo que para este entonces todos necesitábamos masticar algo más sustancioso. Y ahí fue cuando sucedió lo inaudito con Iluminado por el Fuego. Llegó al comedor bastante más tarde que el resto, se sirvió la sopa con vegetales que había como único menú y se sentó a pocos metros de mi mesa. El espectáculo que vi fue la versión más acabada de lo que algunos llaman “el elogio de la lentitud”. Sus movimientos se hicieron milimétricos, la velocidad de la luz se derretía en el trayecto entre el cuenco y su boca,  y cuando finalmente llegaba parecía que todo el flujo del Mississippi esperaba para encauzarse en su garganta. Cuando el resto de los comensales ya habíamos terminado hacía rato, Iluminado por el Fuego recién iba en camino ascendente en su peripecia. Me quedé más de dos cuartos de hora mirando hipnotizada el espectáculo. Sonó el gong que anticipaba el inicio de la próxima meditación, me levanté y al cerrar la puerta vi que la cuchara de Iluminado por el Fuego seguía dando vueltas alrededor de la vía láctea. Después de este suceso, mi favorito adoptó la lentitud consciente como actitud de vida y se volvió normal verlo caminar por encima de los relojes. Sinceramente, lo admiraba. Varias veces tuve la sensación de que mientras el resto de los mortales llegábamos exhaustos al primer refugio de la montaña, Iluminado por el Fuego alcazaba la cumbre todavía con aliento para el descenso. Sin embargo, el día en que nos dieron el alta me lo encontré en una de las calles más agitadas del pueblo, me reconoció sin problemas y para mi sorpresa, entre bocinazos y vendedores ambulantes, charlamos como cotorras sueltas sobre el sabor del agua mineral en India, el aumento de la cotización de la rupia y un sinfín de banalidades.

     Y una vez al día también me llegaba la hora del "Karma Yoga Job". El primer día descubrí que en la puerta de los baños había un instructivo, para mi gusto excesivamente detallado, de cómo se debía lavar el hueco de las letrinas, las duchas, el piso y las paredes. No se trataba de tirar un líquido adentro del agujero negro, manguerear las paredes y adiós. Había que ponerle el pecho y principalmente las manos al asunto. Al no contar con cañerías lo suficientemente desarrolladas, cada usuario debía tirar un balde de agua para que corriera un poco de presión y depositar el papel higiénico en un tacho de basura, ya sea el color que hubiese adoptado después de su uso. Por día, al menos cien personas usaban los baños, entre hombres, mujeres y monjes castos. Estaban los más y los menos considerados, los que acertaban con admirable puntería y los que en la feria del pueblo definitivamente perderían en la primera vuelta. Para colmo, recientemente el centro se había unido a un programa de reciclado de residuos, por lo que había que jugar a ser cartonero adentro de los tachos de basura: el papel higiénico, por un lado; cartones y plásticos por otro.  Pero por suerte no estaba sola, tres occidentales más me acompañaban en la cruzada y, si bien nunca rompimos el voto de silencio, era inevitable no comunicarnos al menos con un frunce de nariz. Al quinto día uno de los Juanito Laguna de mi team se enfermó de disentería, seguramente por la exposición que implicaba nuestro trabajo karmático. Quedabamos tres, ya estábamos entregados aunque reconozco que un día estuve muy cerca de tocarle la puerta al monje y decirle que todo había sido una confusión, que me tenía que volver a mi país, que tenía una operación de vesícula programada para la semana entrante y que si perdía mi vuelo… si perdía mi vuelo era posible que nunca más volviera a caminar. Algo así pensé, pero si no lo hice fue porque lo de la vesícula me despertaba algunas dudas y no me creía con la lucidez necesaria para formular otra excusa más creíble. 

A los pocos días aproveché un receso para ir a la biblioteca a investigar un poco acerca de ese rollo de la yoga karmática. Aparentemente se trataba de la unión a través de la acción: "mediante la práctica de una acción que beneficia a terceros se intenta dejar de lado el  egoísmo,  la bronca, los celos o ciertas ideas de superioridad, es decir, domar el ego para poder experimentar un sentimiento de unidad y totalidad". Eso era lo que decía el libro. ¿Qué? Egoísmo, bronca, celos, arrogancia –arrogancia, arrogancia, arrogancia–, esos eran básicamente todos los sentimientos que experimentaba desde que me ponía los guantes pinchados hasta que me los sacaba. Sí, celos también. Celos de la islandesa que se dedicaba a tocar el gong, ¡qué trabajo más poético! Parecía una Venus posmoderna con su pelo de enredadera haciendo sonar casi sin esfuerzo el instrumento sagrado. Pero para mi sorpresa también existía el mercado negro, principalmente de alimentos, lo cual para los que gozábamos de karmas degradados podría haber significado una posibilidad de ascenso. Quienes habían logrado contrabandear algún vívere en el fondo de sus mochilas lo intercambiaban por el trabajo que no querían hacer, pero por desgracia ni yo ni ninguno de mis camaradas de la Agrupación Juanito Laguna teníamos nada que ofrecer. Aunque pensándolo bien, ni aun en el caso de que tuviéramos un Ferrero Rocher en nuestro haber íbamos a conseguir algún compañero bien dispuesto a meter la mano en las letrinas. Estábamos por fuera del mercado, no nos quedaba otra que apretar los dientes o darle la vuelta al asunto y tratar de entender. De todos modos, más allá de mis propios avatares y de los pillos que intentaban deshacerse de su trabajo karmático saltando unos cuantos casilleros, el aire de comunidad que se respiraba era inspirador. Todo se mantenía con el esfuerzo de cada uno, hormiguitas subiendo, bajando, poniendo, sacando, cuidando el hormiguero.
  
  De esa manera, los días de silencio y baños sucios pasaron sin mayores complicaciones pero casi al final de mi estadía sucedió algo, simple pero de algún modo indispensable. A la hora en que el sol pegaba de lleno en el jardín, era habitual encontrar a los monos echados en el pasto, yendo y viniendo de un árbol a otro, previa escala por los alrededores de la cocina, atentos a un golpe de suerte y abusando del sumo respeto que el budismo profesa hacia su especie. Septiembre es la temporada de crías, por lo que se podía ver a los monos-bebés colgados de sus madres o sorteando con increíble destreza cuanto obstáculo se les presentaba en su camino. Con el tiempo me creí etóloga y llegué a la conclusión de que al menos había dos bandos: los del techo no simpatizaban con los del jardín. Cuando les agarraba un brote de inspiración cómica era difícil dejar atrás el canal gratuito de Animal Planet ao vivo y entrar a clases. De cualquier modo, se dejaban ver a través de los ventanales de vidrio. Ahí adentro, sentada en posición de loto –en mi caso un poco marchito– podía ver cómo los monitos-bebé usaban alguna rama de trampolín para lograr colgarse de las banderas budistas, comportándose como auténticos niñitos malcriados. A veces se armaban cadenas, unos colgados de otros y, desafiando la resistencia del que se sostenía de la tela, una vez que armaban un buen tótem aéreo naturalmente la tela se enroscaba y quedaban dando vueltas, agarrados entre sí, hasta que finalmente se caían al piso y volvían a empezar. No solo para mí era difícil resistir la atracción, sino también para varios de mis compañeros pero con el tiempo nos fuimos acostumbrando a sus gracias. Un día, en un receso entre una clase y otra, nos agolpamos en el jardín para ver, una vez más, el numerito. La noche anterior había llovido, el estanque de cemento con forma de flor de loto estaba lleno de agua y los monitos-bebé hacía rato que  incursionar en el nuevo medio. Al principio saltaban de un borde a otro, toreando la línea de fuego. Después metían un pie,  muy despacio las piernas y así hasta zambullirse por completo pero la fiesta se acababa cuando algún mono adulto llegaba y los sacaba de un tirón. En eso estaban cuando una de las crías salta de una rama a otra y antes de alcanzar la meta cae desde las alturas sobre el borde del estanque y ahí nomás queda tendido, boca arriba, inerte. Pasaron unos segundos, pero el cuerpo seguía igual de muerto. De a poco los demás monos empezaron a acercarse y al cabo de un rato  cerraron filas en un círculo perfecto alrededor del fallecido. Uno de ellos entró al círculo y tocó el cuerpo varias veces. Como no hubo respuesta, lo sacudió contra el piso, pero nada. Se quedaron velándolo, cada tanto se sacaban bichos entre sí y volvían a mirar el cuerpo inmóvil. Unidos en esa ceremonia de despedida, inesperadamente el finado se incorpora de un salto y se mezcla entre los vivos como un verdadero Lázaro; en un abrir y cerrar de ojos todo volvía a la fiesta de antes. Me sentí confundida, incómoda, como si un fatal demiurgo hubiese estado manoseando mis emociones.

     Según la cosmovisión budista, una de las causas del sufrimiento es el desconocimiento de la naturaleza cambiante de las cosas, el famoso fenómeno de la impermanencia. Todo cambia, nada permanece, basta con ver los cambios de nuestro cuerpo a lo largo del tiempo o del día, u observar la rapidez con que se diluye el contorno de una nube en el cielo. Heráclito ya insistía en el devenir perpetuo y las vainas del río que corre y por más que nos duchemos dos veces al día ya nada es lo mismo. Pero si esto es tan simple, ¿por qué todavía nos cuesta tanto entender el fin de las cosas? Hay quienes creen que no hay principio ni fin, sino un devenir del ser que no es más que vacío pero un vacío lleno de posibilidades cambiantes. El rocío deviene en nube; la nube, en lluvia; la lluvia, en mar. El rocío, la nube o el mar no son nada, no tienen una existencia independiente aunque así nos parezca. Son vacíos llenos de cambio. La ola, como forma en sí misma y en su diminuto instante, es solo una forma del mar; no nace ni muere, es el ser en su transformación que se muestra y se oculta en un solo movimiento, y para el budismo entender las cosas como acabadas es seguir atascados en la engañosa lógica de la permanencia y la dualidad. Es decir,  para quien relata el monito-bebé debía estar muerto o vivo, pero nunca las dos cosas al mismo tiempo. Los budistas, desde ya muy poéticos. De hecho, es una de las cosas que más me atrae de ellos pero me pregunto si es posible vivir sin todas esas ficciones útiles, sin la idea de origen, muerte, cuerpo, tiempo, ser o esencia como cosas en sí mismas. Los budistas creen que sí y si entendí bien de eso se trata el “Enlightment”. Por otra parte, hace ya varios siglos que la filosofía occidental se encargó de mandar a pasear a aquellos conceptos tan vetustos pero aún así, por más nihilistas que nos proclamemos, todo parece decir que seguimos creyendo en ellos en tanto que continuamos viviendo bajo sus espectros. Y se me hace evidente que los budistas también, no por nada se esfuerzan tanto. Entonces, al final, budistas o no, ¿seremos todos (ir)remediablemente platónicos?

Nota de clase. Día 1. El caballo c'est moi, un poco indomavel, as usual, tratando de seguir el curso.
Lamerce.com

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